18 nov 2009

La vida mata






Todavía no asomaba el primer indicio de luz por la ventana de la oscura habitación y Jane ya llevaba varias horas despierta. A su lado, su pobre marido abrazaba la almohada con fuerza, profundamente dormido. Llevaban meses sin hacer el amor y ya nunca hablaban ni se besaban antes de apagar la luz para asesinar a otro día más que se esfumaba. Con los ojos fijos, la mujer detenía su mirada en la mesilla que había junto a la antigua cama. Allí, tras la lámpara china, la dentadura postiza de su marido se ahogaba en un vaso de agua y bicarbonato. Un poco más a la izquierda, el despertador mataba el tiempo apresuradamente y, justo delante del pequeño joyero aterciopelado, se encontraba abierto un botecito de plástico que guardaba los somníferos de Jane. Y es que, últimamente, la mujer de piel tostada y largo pelo castaño -que aún conservaba sin esfuerzo la exótica belleza que la había caracterizado durante un pasado no tan lejano- no se dejaba vencer por el sueño.




Aquella vida la mataba, aquella rutina tan inútilmente feliz la torturaba de nuevo cada amanecer. Ella sabía que, en el fondo, era una afortunada. Cada vez que salía al pequeño jardín para llorar a solas pensaba en sus viejas amigas y en lo desdichadas que habían sido todas. La una no podía tener hijos, la otra había perdido su casa y su dinero por culpa de un amor que, tras engañarla y robarle todo cuanto tenía, quemó aquel sueño que tanto le había costado construir. Jane no había sido presa de tantas desgracias, al menos de tantas penurias materiales. Su marido, un hombre dulce y trabajador que había heredado la relojería de su padre, la cuidaba constantemente y cada martes le traía un ramo de flores de la plaza. Su sencillo matrimonio quedaba ya muy lejos, al igual que las largas tardes de invierno leyendo libros junto a la chimenea con su hijo John, el único que habían tenido. Él se había convertido en un admirado profesor de literatura en el colegio del pueblo y se había casado dos años atrás con una joven alemana de padres belgas. Sin embargo y, pese a toda esa alegría disfrazada, el corazón de Jane se estremecía cada vez que subía al desván y abría aquella cajita de madera cubierta de polvo y recuerdos.



Treinta años, ocho meses, dos semanas y cinco días. Ese era el tiempo que la separaba del último encuentro que tuvo con él. Mientras acariciaba tiernamente el mechón de pelo negro que aún ocultaba secretamente envuelto en una tela, Jane revivía sin piedad y con cariño las últimas caricias, los últimos susurros y el último abrazo bajo la lluvia incesante de noviembre que marcarían para siempre su despedida. Bajo aquel cielo encapotado y ceniciento, ambos sellaron con un beso una sentencia de muerte. Lo amaba. Lo recordaba y lo necesitaba con toda su alma, con toda su tristeza, con todo el dolor de saberse tan lejos y tan perdida sin él. Lo abrazaba en el silencio y estrechaba contra su pecho aquellas largas cartas humedecidas por las lágrimas. Él nunca dejó de escribirle, incluso cuando se encontraba con su viejo barco cruzando el Atlántico. Era lo único que le hacía feliz, era lo único que le permitía seguir viviendo sin ella: navegar. A Jane siempre la había maravillado mirar las estrellas desde la cubierta, escenario de tantas noches eternas de amor entregado y exprimido. Cuando empezó la guerra y tuvo que cruzar la frontera con sus enfermos padres y sus cinco hermanos, Jane era incapaz de caminar, atada para siempre a la silla de la resignación, a esa compañera que la perseguiría de por vida. Con poco tiempo para salir del país, viajaba a toda prisa acompañada de las últimas palabras de aquel hombre enigmático que un día había escrito su nombre junto al de ella en la cubierta de un pequeño velero.







Nada había cambiado, salvo que ahora ella vivía en otro país casada con alguien a quien nunca había logrado querer ni tan sólo movida por la lástima. El marinero, que pasaba sus horas en el faro abandonado que una vez fue propiedad de un tío suyo, nunca se casó. Nunca más quiso mirar a una mujer, se volvió frió y solitario; muchos incluso lo tomaron por loco. Su corazón había muerto hacía más de treinta años. Aún la esperaba, aún conservaba intacto en sus labios el adiós que le regalaron los de ella.


Las cuatro y media de la tarde. Pronto llegaría su marido del taller. Era martes y, fiel a su costumbre, seguramente la sorprendería con otro ramo de flores, esta vez quizás serían margaritas -sus preferidas-. Su hijo vendría a merendar para enseñarle los trabajos que le entregaban, ilusionados, los alumnos del colegio. Mientras acariciaba tiernamente el mechón de pelo negro que aún ocultaba secretamente en la cajita que se escondía tras la máquina de escribir, Jane se secaba los ojos mientras veía, a lo lejos, como su amor naufragaba y se trizaba como un vaso. Entonces, como cada tarde, ya solamente le quedaba cerrar aquel tesoro, salir, mirarse en el reflejo de su empañado cristal para, al fin, volver a verse morir.





5 comentarios:

  1. Es precioso, de verdad. Pre-cio-so. Me ha puesto la carne de gallina y me estaba pareciendo oír el mar.
    :D

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  2. Es.... impresionante. A veces el amor es así.

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  3. tienes un blog precioso, escribes genial y me encanta la música que has elegido, las citas y todo

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