22 abr 2014

Mr. Aguirre






Son las dos de la madrugada en un motel perdido. En un punto indeterminado de la Ruta 66, oculta en una antigua habitación, ella lo espera. Huele a cerrado y las cortinas están descoloridas por el humo del tabaco y los años. La decoración es extravagante y sobre el escritorio hay una jarra de cristal con un ramo de rosas rojas. Son sus flores favoritas. Pasan pocos camiones por esta carretera solitaria. La luz de una farola entra por el cristal en mitad del silencio nocturno. Se esconden tras los rincones algunas sonámbulas cucarachas. 

Mia se ha puesto su mejor vestido y ha logrado, por primera vez, llevar la ropa y los zapatos a juego. Ha apostado por el rojo de sus rosas, el color de las heridas de su pasión, y se ha pintado los labios. En el motel hace frío y Mia se ha puesto una bata de seda propia de las amantes de los años cincuenta. De hecho, se siente como una amante culpable y no entiende el porqué. Hoy se ha rizado el pelo y frente al espejo del baño trata de estar perfecta. El teléfono arde esperando una llamada que no llega. Se suceden los minutos en el reloj acompañados por una lenta y profunda agonía. Mr. Aguirre no vendrá. Mia se siente abatida, abandonada. Se deja caer sobre la cama y llora.

Aguirre es un hombre taciturno, reservado y romántico. No quiere visitas cuando está enfermo y en su tiempo libre se recrea tocando la guitarra eléctrica y leyendo poemas de Pablo Neruda. En otra vida habría querido parecerse a Mikel Erentxun, un cantante español al que adora. Tiene una obsesión enfermiza por su país, los Estados Unidos, y también por Los Dodgers. Le gusta verlos en el estadio y le gusta la cerveza. También disfruta saboreando el whisky con hielo cuando llega a casa, y en su reproductor suena siempre algún tema de Wilco. Suele llevar boina, como los vascos, y también sudaderas con capucha. Aguirre trabaja para el ejército del aire en una base militar perdida en el desierto de Las Vegas. Su vida es sencilla y, a pesar de su aparente fortaleza, Aguirre es un animal profundamente melancólico. Lo que nadie sabe es que tiene miedo a envejecer. Pensar en ello le hace sudar por las noches. A veces se muestra triste; otras contagia esperanza y entusiasmo. Se trata, sin duda, de un tipo muy extraño.

Se conocieron viajando. Entre aviones, puertas y multitudes se vieron por primera vez. Ambos compartían las mismas inquietudes, los mismos deseos. Eran dos almas solitarias abandonadas a una pasión entregada sin motivo y sin perdón. Las mismas canciones, los mismos otoños, el faro del Norte. Era un día lluvioso del mes de noviembre. No quedaban galletitas de la suerte en el bar del aeropuerto y, como un viento repentino, aquella mirada casual fue la culpable de un cataclismo de amor. 

Han pasado algunos años, se han sucedido varios otoños y pensar en él siempre le devuelve una extraña nostalgia. Sus vidas paralelas se han estrechado y ambos han cambiado mucho. El destino, o la mala suerte, ha decidido que esta vez tengan una nueva oportunidad. Mia ha encontrado una razón para viajar al estado de Nevada y Aguirre no debe estar a demasiadas millas de distancia. A veces la felicidad llega para quedarse. Otras, se esfuma sin avisar. Pasas años esperándola y, cuando crees que la has cazado, se escapa. Le había prometido lo imposible. Iba a ser suya al menos por un día. Iban a tatuar en sus pieles promesas más allá de la muerte. Iban a tenerse de nuevo. Todo parecía de color naranja, ese color difícil de encontrar en sus vidas habitualmente oscuras y tristes. Ella se había puesto su mejor vestido. Aunque parezca cruel, Mr. Aguirre nunca apareció. Algo mucho más fuerte que su amor lo había atado de manos y pies, haciendo imposible aquel reencuentro. Mia no lo sabía, ¿o sí? Prefería continuar con los ojos vendados. No se resignaba a perderle y no pensaba abandonar su destrozado sueño americano.

Empieza a amanecer y abre los ojos. Mia se descubre a sí misma en el suelo, sangrando y con cristales esparcidos por el cuerpo. Nadie ha venido. Presa del silencio, Aguirre parece haber muerto.

Nacen muchas historias inolvidables en los aeropuertos.


                                    



16 abr 2014

La chica del barrio alto







Hace mucho tiempo coincidí con una mujer joven de ojos melancólicos. Su profunda mirada marrón, serena y perdida, me embriagó como un licor venenoso. La chica jugueteaba con los mechones de su pelo sentada en la barra de un bar. Yo pasaba por allí, era una noche cualquiera en el Raval y me apetecía una cerveza. Aunque yo vivía en el sur de la ciudad, decidí perderme un rato por la soledad de esas calles escondidas. Lo que no sabía era que aquel encuentro fortuito me iba a eclipsar de por vida.

Era la primera vez que la veía, pero cualquiera se podía dar cuenta de los secretos que guardaba bajo aquella apariencia un tanto misteriosa y aquella chaqueta de cuero negro. Me acerqué a ella y me atreví a preguntarle por qué sólo salía por las noches. Ella, con voz amarga, me dijo: No preguntes, no quieras saber demasiado, porque entonces tendrás que beber conmigo para olvidar...

Su frase escondía demasiados cristales rotos, demasiados recuerdos vacíos. No quise saber más, simplemente me dediqué a observarla de vez en cuando mientras me tomaba unas cervezas. La chica, que había pedido una extraña bebida de color rojo, se limitaba a pegar pequeños sorbos sin hablar con nadie, sola y lejos de todo. Su melena negra contrastaba perfectamente con el labial rojo y la piel pálida. Poseía una belleza un tanto peculiar, tan salvaje y oscura que nunca logré apartarla de mi cabeza. En mitad de la madrugada, cuando la chica se marchó, intenté averiguar algo más y entonces me acerqué al camarero. En voz baja y, asegurándose de que nadie escuchaba nuestra conversación, me advirtió: No juegues con fuego y presta atención, porque sobre esa mujer se cierne una leyenda.

Triste como el otoño, frágil como el vidrio, fría como un muerto. La chica de los ojos de gacela deambulaba cada noche y sin rumbo por las calles empedradas. Alguna vez la vieron dibujar en las servilletas de los bares, a los que siempre acudía sin compañía. Sus dibujos, de una calidad extraordinaria, mostraban corazones heridos, lágrimas y rosas secas. Algunos cuentan que se sentaba en los portales a ver pasar las horas. Otros aseguran que la escucharon cantar tras las esquinas. Lo que ninguno de nosotros sabía era que, de día, la chica del barrio alto se desvivía por abandonar aquella oscuridad. En su estudio pasaba las mañanas pintando óleos y acuarelas, leyendo libros y dibujando historias. Tras la máscara de pestañas negra se ocultaba una flor pura y bella, una niña que creció sin la comprensión de nadie, soñando despierta en un mundo imaginario. De pequeña siempre estaba sola. Sus únicas alegrías eran una antigua Polaroid y un espejo con el que lanzaba mensajes de ayuda a la nada aprovechando los rayos que se filtraban por la ventana. 

También tuvo un amor. Un chico de pelo largo y ojos claros, dicen. El destino les regaló instantes maravillosos, amaneceres cargados de promesas y esperanzas. Sólo él comprendió la frustración y el dolor que ella guardaba. Fue su paño de lágrimas y el ladrón de sus sonrisas. Trató de ayudarla con todo el amor que fue capaz de sentir, pero ni sus abrazos ni su tiempo fueron suficientes. Han pasado los años y todo lo que queda de aquella mujer son los recuerdos y las cenizas.

Dicen que hay flores que crecen solas, que brotan de repente en mitad de los lugares más apartados y oscuros. Y es su belleza la que eclipsa toda la destrucción que tienen a su alrededor. Una vez alguien me aseguró que la flor que crece en la adversidad es la más rara y hermosa de todas. Estoy convencido de que tenía toda la razón.

(Para Ítaca)





10 abr 2014

Sirena varada





Nos devolveremos las sonrisas que huyeron a ningún lugar,
 y cada parte de nuestro cuerpo que nos hemos robado.
 Nos devolveremos el tiempo que ahora es vacío
 y lo cambiaremos por aquel que tuvimos lleno de promesas.
 Nos entregaremos las partes más secretas
 y nos diremos al oído todo lo que queda por descubrir. 
Nos daremos lo imposible, haremos todo lo posible.


Hoy me despido de ti con tus propias palabras y con tu imagen en en ese gris con el que nos dejas. Mi sirena varada, la soñadora rebelde que compartía conmigo pasiones, aficiones y sensibilidad. Entendías como nadie mi amor por la literatura y la fotografía. Apreciabas como nadie la belleza de esos instantes capturados para siempre en blanco y negro. Sólo tú sabías emocionarte de esa manera especial cuando leías mis textos, y sólo tú podías comprender mis miedos y mis sombras. Sirena incomprendida, bella y perdida en tu propia odisea; esa odisea dolorosa de la que ni con todo nuestro amor te hemos podido rescatar. 

Sólo tú sabías elevar lo cotidiano a extraordinario con tus cámaras de fotos y con tus desgarradores poemas. Tu vulnerabilidad y fragilidad te convirtieron en una princesa sombría pero a la vez llena de luz y de esperanza. Sólo tú sabías describir la esencia de lo humano, de la vida y de la muerte con tanto realismo y facilidad. Convertías en divino y venerable cualquier objeto, cualquier cuerpo desnudo, cualquier paisaje sobrecogedor. Vestida de inocencia y a la vez de oscuridad has sabido exprimir cada una de tus vivencias y de tus agridulces pensamientos. Has amado las cosas más sensibles de la existencia y has sabido hacer que los demás las amemos con un respeto especial. Has luchado por tus sueños y has disfrutado de tu experiencia más salvaje, acompañada por la brisa de tu mar. Eras la sirena más bella, esa princesa taciturna que luchaba por salir de un laberinto tenebroso. 

Espero que allá donde estés nunca olvides todo el amor que aquí te dejas. Que ese mar al que amabas te acoja y te acompañe para siempre con su suave y dulce vaivén. Que la espuma te acaricie y que las olas te puedan mecer eternamente para que continúes dormida e inmersa en tu sueño maravilloso, ese sueño por el que luchabas y que seguro que algún día, aunque lejos de nosotros, cumplirás. 

Hasta siempre, sirenita. Al fin eres libre. Te quiero y en mi corazón siempre brillarás. Siempre serás mi sirena y volveremos a abrazarnos cada vez que tenga entre mis manos una delicada estrella de mar. 

Te quiero, y espero que nunca lo olvides. Buen viaje hasta Ítaca.