20 jul 2010

Cínicos no, gracias.


En cuanto a la segunda parte de su pregunta, nuestra profesión no puede ser ejercida correctamente por nadie que sea un cínico. Es necesario diferenciar: una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes. Esto es absolutamente necesario, de otro modo, no se podría hacer periodismo. Algo muy distinto es ser cínicos, una actitud incompatible con la profesión de periodista. El cinismo es una actitud inhumana, que nos aleja automáticamente de nuestro oficio, al menos si uno lo concibe de una forma seria.
Naturalmente, aquí estamos hablando sólo del gran periodismo, que es el único del que vale l apena ocuparse, y no de esa forma detestable de interpretarlo que con frecuencia encontramos.


En mi vida, me he encontrado con centenares de grandes, maravillosos periodistas, de distintos países y épocas distintas. Ninguno de ellos era un cínico. Al contrario, eran personas que valoraban mucho lo que estaban haciendo, muy serias; en general, personas muy humanas.


Como sabéis, cada año más de cien periodistas son asesinados y varios centenares más son encarcelados o torturados. En distintas partes del mundo se trata de una profesión muy peligrosa. Quien decide hacer este trabajo y está dispuesto a dejarse la piel en ello, con riesgo y sufrimiento, no puede ser un cínico.




R. Kapuscinski, Los cínicos no sirven para este oficio

7 jul 2010

Olvidada Amélie


Suena una antigua canción francesa e invade el salón, mientras su cuerpo yace inmóvil en el suelo: Si tu n'etais pas la, comment pourrais-je vivre... Je ne connai trais pas ce bonheur qui m'enivre. Quand je suis dans tes bras, mon coeur joyeux se livre. Comment pourrais-je vivre, si tu n'etais pas la...
Suena el girar de un viejo carrusel bajo el Sacré Coeur de París. Unos niños gritan y empieza a llover. Suena lentamente el gemir de unas gotas sin alma que golpean una y otra vez un cristal tan triste como su silencio. La feria teme derretirse ante la tormenta y llegar al suelo en forma de mermelada.
Muere. Se triza, se quiebra, se pierde entre un olor a chocolate caliente y las notas que traspasan la mítica radio de los cincuenta. Muere mientras la ciudad, ajena a su pena, palpita entre la lluvia y los charcos de la calle. Su gato la mira e intenta ayudarla, pero sabe que ya es tarde. Sigue lloviendo y, tras la ventana, la capital francesa olvida a una mujer y entre nubes se deshace.

Él era alto y rubio. Su piel se confundía con el color del mejor pan y sus ojos eran marrones estrellas bajo los árboles de julio. La encontró, la tuvo, la deseó. Era sensible y taciturno y todo en él temblaba cuando la tenía cerca. Ella era joven y hermosa. Sus labios rojos se confundían con las más intensas rosas de los balcones de Montmartre. Su melena corta y oscura bailaba con el viento del verano y él, con sus lánguidos dedos, se recreaba acariciándola todas las noches de luna llena. La amaba y se lo repetía cada vez que ella lo abrazaba con sus piernas. Era una mujer tan dulce, tan imprevisible y tierna...

Sin embargo, la asesinó. De nada sirvieron los largos paseos por las intrínsecas avenidas. No pudo ayudarle el camarero, ni la señora rubia del metro. Nada hicieron el nostálgico músico ni su acordeón. De nada valieron las velas ni los violines. Los árboles de aquella montaña no pudieron sostenerla. No ayudó aquella piscina, ni el canal, ni mucho menos la torre. Los bombones de las panaderías y las enigmáticas tiendas del barrio no fueron capaces de advertir lo que sin previo aviso sucedería. La asesinó.

Cuando salieron del gris apartamento nada parecía alterado. La temperatura era perfecta, el tren llegó a su hora y encontraron dos asientos. La gente les sonreía a su paso, felices como en un cuento. Sostenía su mano en la de ella y cerraba los ojos mientras el vagón bailaba de un lado a otro y un par de excursionistas miraban por última vez un mapa. A lo lejos, tras el plano de la inmensa ciudad, las teclas de un piano susurraban libres versos de amor acariciando el último cielo.

Llegaron. Un hombre amable les indicó cuál era su fila. Entraron y se sentaron. Se miraron y, al mismo tiempo, cuatro ojos oscuros amanecían entre lágrimas. Se abrazó a él, pero el joven ya sostenía escondida su daga. La acompañó hasta la última puerta y se embarcaron en el más largo y apasionado de los besos. Fue el último. En ese mismo instante, cuando los labios de ella aún permanecían con los de él sellados, éste hundió el arma en su corazón. El mundo que compartían empezó a girar violentamente bajo sus pies. Todo se desvanecía y no se comprendían las palabras de los viajeros. Todo se detenía, se ahogaba, se despedía.

Mientras su corazón se apagaba de golpe, vio como él se dio la vuelta y salió con prisa del aquel trágico escenario. Retuvo aquella última imagen, retuvo el sabor de sus venenosos labios fijos. Se abandonó al olvido y se derrumbó en un suelo manchado de sangre. Eran más de las cinco.

Alguien se apiadó de ella y la llevó en brazos hasta el taxi que la dejaría en la entrada de su edificio. Un vecino abrió su puerta y la dejó tumbada en el sofá verde. El pequeño piso la recibía enlutado y desde la pecera observaban el espectáculo unos peces.

La taparon con una chaqueta de lana negra. La dejaron descansar entre sus libros y salieron. Sola, con la mirada perdida en la postal más cenicienta de un lluvioso París, deja caer sus brazos al suelo y apaga su última inocencia una olvidada Amélie.



2 jul 2010

Aviones


Tengo veinte minutos para escribir este poema. Dirijo mis ojos al triste cielo de la tarde mientras algo en el teléfono todavía se quema.

Se apaga tu voz y, de repente, advierto que ha regresado la luz. Para que ella volviese, parece ser que primero debías despedirte tú.


Despegaba un avión junto a ti y, al otro lado del mundo, el mismo viento que cruzaba el auricular me acariciaba también a mí. No he podido evitar que mi sangre se estremezca.


Se apaga tu voz mientras resuena el eco de tantas lejanas palabras. No te matará una guerra, no te matarán las armas ni tampoco el olvido; te matará la soledad con la que amenaza el adiós. Te matará todo lo que no has vivido, un estúpido reloj.


No habrá más pistolas ni ondearán más banderas, no. Subirás a ese avión. Una estela se dibujará en forma de melancólica canción.


Los extraños como nosotros sueñan con viajes infinitos. Romperán las distancias, inventarán los caminos. Los países, la lluvia, los otoños, los instantes y las ciudades compartirán en blanco y negro sus secretos. Los océanos y las fronteras amanecerán abiertos. Los extraños como nosotros sueñan con viajes infinitos, eternos, nuevos...


Quién sabe, quizás nos crucemos algún día y entre cenizas en el mismo aeropuerto.