28 feb 2011

Apagones





Y, de repente, la oscuridad. El tren frena en seco, las luces se apagan, la gente grita. Decenas de pantallas de móvil intentan iluminar el pánico que se ha generado en el vagón y los niños dejan de moverse. Todos preguntan, todos intentar llamar a alguien, pero parece que la electricidad no quiere responder.

Los minutos se hacen largos, interminables. A lo lejos, suena otro tren y el nuestro sigue detenido. Los viajeros se temen lo peor y no dejan de formular estúpidas preguntas. Entonces, de golpe, yo también me hago una pregunta e imagino qué sucedería si el tren no consigue arrancar antes de que el otro llegue. Pienso que estoy perdida en medio de ninguna parte en un cajón claustrofóbico donde las personas se han vuelto locas. Pienso en mi padre -que me espera en el pueblo- y pienso en mi novio -que se ha quedado en la ciudad-, que no saben que estoy a oscuras. Pienso también que por culpa del apagón no he podido terminar un artículo que me estaba gustando. La verdad es que sería realmente triste morir así, entre gente que da voces y algún que otro personaje de mi barrio (de esos que no salen del bar de abajo de casa) que por alguna razón han cogido el mismo tren que yo. Afortunadamente, el tren empieza a arrancar lentamente, la luz regresa y los focos se van encendiendo. Todo queda en un pequeño susto que hubiese podido ser un gran susto, pero nada más. Hemos tenido suerte.

Los apagones eléctricos no son los únicos que a veces nos sobresaltan y rompen nuestro día a día, aunque sea un poquito. Hay apagones gordos dentro de nuestro corazón, o de nuestro cuerpo. Existen apagones que dejan sin energía nuestra mente, y hay otros que nos provocan tristeza, rabia o desidia. Y es que yo sufro mucho a causa de estos cortes en mi red eléctrica. Qué le voy a hacer, tengo esa tendencia. Reconozco que me apago, y me apago con frecuencia. Eso del bajo consumo no es lo mío y duro poco.

Digo que me apago, y es cierto. Me quedo sin pilas, sin batería cuando me paro a examinar el mundo -y las personas- que me rodean cada día. Me desanima, de verdad, ver que la cosa a la que llamamos sociedad está cada vez más jodida, que la opresión sigue matando a los pueblos, que los seres humanos poco a poco dejan de serlo para convertirse en seres inhumanos.

Dejo de brillar cuando, después de haber pasado años y años hincando codos, vuelvo a casa frustrada y sin ganas de más cuando en mi carrera (esa carrera tan bonita para la que dicen que, ante todo, uno debe ser "humano"), un día te decepcionan y otro también, ya sean las asignaturas, los profesores, tus trabajos o el maldito "Plan Bolonia".

Titubeo como una bombilla gastada, emito lucecillas intermitentes que, al final, se apagan cuando me meto en la ducha. El agua, por suerte, se lo lleva todo, hasta los peores momentos del día. Entonces yo, que ya he decidido que al menos hasta mañana no voy a encender más mi lámpara vital, creo haberlo hecho todo y a la vez nada. Qué frustración, qué asco. Quiero dormir.

Salgo de clase apenas sin batería, intento recargarme con un bonito cargador, pero nada. Nada. Nada. Resulta que, en la ciudad, hay unos carteles muy grandes y atractivos que también brillan, de forma artificial, y que hacen que te apagues. Hay carteles con zapatos, gominolas o cerveza; hay carteles con propaganda política... pero, sobre todo, hay carteles con mujeres esqueléticas pero con tetas que enseñan hasta la garganta para que compres esos magníficos pantalones vaqueros que llevan. Entonces, gracias al derroche energético que hace una ciudad tan estupendísima como Valencia, todo reluce en la calle menos los ojos de la gente. Y es que los ojos de la gente andan ciegos entre tanto cartel, tanto escaparate, tanta teta, tanto foco, tanta farola y tanta gilipollez.

Yo, enfadada por culpa de esos carteles, dejo a un lado mi cargador y cojo un tren que, ¡sorpresa!, me deja tirada en medio de la nada por culpa de un cortocircuito. Cuento en silencio los segundos, intento estar tranquila y, cuando vuelve la luz, me doy cuenta de que a menudo a más de uno no le vendría nada mal un apagón para que el susto que deja en el cuerpo le haga valorar las cosas que tiene o, en su defecto, las cosas que no sabe tener.





20 feb 2011

Fuera



Sentada en una silla de aire, veo a mi alrededor el mundo girar.
Todos duermen, todos ríen, todos mueren. Qué más da.
Risas fuera, voces fuera, muertos fuera... Todo está fuera de lugar.

Te ríes y lloro. Te acercas, me voy. Todo está muy lejos de nosotros.
Los niños sueñan, sus madres velan, los padres pesan. Qué más da ya.
Alguien se lleva la luna bajo el brazo y todo queda fuera de lugar.

Quieres reír, yo quiero llorar.
Quieres partir, yo quiero llegar.
Me miras y crees poder decirme lo que quiero callar.
Déjame, quien quiere ser ciego no sabe mirar.

Risas fuera, voces fuera, muertos fuera... Todo está muy lejos de nosotros.

Alguien se lleva la luna bajo el brazo y todo, desde mi silla de aire, parece fuera de lugar.