23 dic 2010

Del miedo




Miedo, no cierres la boca, pues moriré entre tus dientes.
Fuerte, abrázame fuerte, silencio.

¿Cómo fue esto que empezó y que ahora no sé contener?

Apareciste tú, con tus ojos de otro mundo, y hoy la nada se viste de ti.
Pequeña, me hago pequeña en el error de nuestro fin.

¿Cómo fue esto que empezó y que ahora no sé contener?

Quizás estoy equivocada, los sentimientos me atrapan.
Solo soy la mujer que quiso ocupar tu corazón.

Mis dedos se resbalan entre los tuyos, el destino los suelta. Caeré.
Pequeña, me hago pequeña en el error de nuestro fin.

¿Cómo fue esto que empezó y que ahora no sé contener?

Miedo, de lo que tengo miedo es de tu miedo.
Solo soy la mujer que quiso ocupar tu corazón.

Podría estar en un error creyendo estar enamorada.
Pero dejé mi cordura en la barra de algún bar.

De lo que tengo miedo es de tu miedo.






Azahara

17 dic 2010

Soy





Soy trozos de ti y de mí.

Voy siempre delante de ti,
pero mirando hacia atrás.

Soy trozos de ti y de mí.

Voy siempre delante de ti,
pero mirando hacia atrás.

Soy un río oscuro, soy como tú.
Soy un cuadro abstracto, soy como soy.

Sí, dime mil veces que sí.

Soy mucho más fuerte que tú,
cuando te dejas ganar.

Soy los restos de la noche anterior...
Soy como las nubes, soy como soy.

Soy un río oscuro, soy como tú.
Soy un cuadro abstracto, soy como soy.

Sí, dime mil veces que sí.


(Diego Vasallo)

9 dic 2010

Hierros de dolor




Marina pasea lentamente mientras sus ojos dulces recorren una a una las estatuas metálicas de Chillida. De repente, el viento comienza a rugir y en su cabeza suena el estribillo de una canción de Cabaret Pop: Sabor a sal, agua y metal; sabor a ti, quien sigue aquí. Sombras de amor, hierros de dolor. El peine de los vientos, secreto infiel...

Mientras se deja llevar por el metal y su sabor a sal, las olas rompen contra las rocas y el mar es incapaz de abarcar los recuerdos que llenan de niebla infernal el instante. Marina no puede olvidarle, es imposible. El mar fue testigo de lo que ocurrió apenas un par de años atrás. Cierra los ojos y aparece un hombre de boina gris y jersey negro susurrándole con ternura aquella frase traicionera: Tú y yo rozamos la verdad, la luz, la eternidad. Solo tú supiste comprender, tocar, ver y creer. Y detrás, solo el mar, que fue testigo fiel de que dejé la piel yo por ti; el mar queriendo hablar para ti y para mí...

Marina, perdida, se detiene y se ahoga ante el peine de los vientos como una sirena enloquecida. Su vida no tiene sentido. Si sigue así, paseando como un fantasma por la playa, su corazón se endurecerá y se volverá oscuro, rígido y frío como las estatuas. Entonces, será demasiado tarde. Es demasiado tarde. Dentro de cinco meses se casará con un buen hombre, una bella persona, un amante incondicional al que nunca le falta un detalle y que la cuida como a una hija. Está profundamente enamorado de ella y no se imagina que, cada vez que besa a su futura mujer, el alma de Marina navega sin rumbo hacia otra parte. Quiere desparecer, las olas la aterran y se hacen demasiado grandes.

Marina se sienta en uno de los escalones de piedra y acaricia con miedo el paisaje que se extiende ante el objetivo de las cámaras de tantos turistas. Preferiría no ser vista, el dolor acabará haciéndole llorar. Una, dos, tres, cuenta despacio las gaviotas. Saca el teléfono móvil del bolsillo de su abrigo y abre el buzón de entrada. En la cabeza de la lista hay dos mensajes de Mikel, el hombre triste al que conoció en Donosti y que dejó su vida en blanco y negro. Marina recorre la pantalla con sus dedos y recuerda el tacto de sus labios, el roce de su piel. No puede ser, a pesar del tiempo la memoria sigue intacta. Allí, donde permanece sentada, le vio por primera vez. Un suave xirimiri descendía de las nubes y ambos llevaban un paraguas gris oscuro. Ella había olvidado un libro de poesía en las escaleras, corrió a recogerlo y lo encontró en las manos de un extraño melancólico. El hombre dejo caer el libro, detuvo sus pupilas en las de ella y aquella mirada causal fue culpable de un cataclismo de amor.

Entre canciones, miel y rock pasaron cuatro meses. Compartieron noches y sueños, crearon ilusiones y se regalaron promesas. Él encontró un antiguo faro en una playa escondida y le dijo que algún día lo comprarían y lo llenarían de muebles comprados en Ikea. Ella le habló de la ciencia, del romanticismo, de Dios y de los poetas. Abrazados en el peine, cada atardecer el mundo parecía perfecto. Llegó el invierno y, tras la felicidad navideña, se instaló la muerte. En febrero él se fue. Silencioso y sin razones, subió a un barco que se lo llevó para siempre a combatir contra una estúpida guerra más allá de Iraq. El destino les propinó un golpe tan duro y retorcido como las estatuas de Chillida.

Marina, destrozada por el silencio, intentó llevarse bien con la ausencia y buscó todas las formas posibles de rehacer su puzzle. Sin embargo, siempre faltaba una pieza, un fragmento perdido y que dejaba inacabada aquella maravillosa imagen. Pasaron los días, los meses, los años. De vez en cuando Mikel enviaba carta, pero la esperanza de volver a verle se iba agotando como las luces del viejo faro. No volvería y ella, resignada, debía dejarlo marchar. O eso creía.

Empezar otra vida se hacía pesado y los días dejaron de ser felices. Una tarde, mientras tomaba café, se encontró con un amigo y reanudaron su relación. Poco a poco, la amistad se fue transformando en una amalgama de sentimientos que acabaron, eso pensaba ella, en algo parecido al amor. Una noche de verano, él le confesó que quería casarse con ella y, sin vacilar, Marina aceptó. La vida ya no le importaba nada, al menos aquel chico guapo y enamorado le daba tranquilidad.

Nunca le olvidó. Todas las noches, antes de dormir, Marina susurra aquel nombre y espera la llegada de una nueva carta, de un pequeño mensaje que demuestre que Mikel sigue vivo. No quiere acabar como su profesora, una mujer infeliz que fracasó con su marido y se encuentra con un amante cada jueves en un hotel. Marina siempre luchó, estudió mucho y soñó todavía más. Esto no le puede estar pasando a ella. Ama lo que no tiene, el amor se ha convertido en algo tan distante...

Marina pasea lentamente y sonríe ante el precioso color del mar. Cree que puede verle, siente como unos brazos la estrechan por la cintura y se deja llevar. Mikel sale de su memoria para convertirse por unos segundos en algo real. Empieza a llover, pero esta vez no lleva paraguas. Marina corre, deja la playa y, a lo lejos, ve a su novio en un Mercedes con las luces en ámbar. Con el pelo empapado y temblando, Marina sube al coche y su futuro marido le reniega por ser tan descuidada: Ya te dije que el cielo estaba feo, reina. No sé dónde te has dejado la cabeza, a ver si te vas a resfriar...

El coche se adentra en el tráfico y las laberínticas calles. Marina, que deja caer su cabeza contra el cristal, sube el volumen de la radio sorprendida por una noticia que llega desde Bagdad: "Al menos quince bases extranjeras situadas en los alrededores de la capital dejarán marchar a sus soldados en las próximas horas, según informan fuentes gubernamentales". El corazón de Marina, acelerado, se estrella contra la realidad. Si Mikel no regresa ahora, lo habrá perdido para siempre. El Mercedes se detiene en un semáforo y un anciano sonriente cruza de la mano de una mujer brillante y hermosa pese a la edad. Marina suspira, empapa el cristal con su aliento mientras el coche vuelve a ponerse en marcha y, en lo más hondo de su alma, el recuerdo de Mikel permanece encerrado, como las olas, entre hierros de dolor.



2 dic 2010

Caperucita




Mientras se dirige a clase sostiene su cesta con fuerza, mucha fuerza. En su interior viajan una carpeta, un móvil y una agenda. Baja la mirada hasta encontrarse con sus zapatos. Corre, corre y escapa. A lo lejos, el camino conocido. Solo en este lugar puede hacer en paz su recorrido. Llega a la universidad.

Quiere ocultar su helado rostro de mujer entre sus miedos de niña. De la capucha color carmín sobresalen algunos mechones negros. Corre, corre y escapa. Los árboles la acompañan, silenciosos, mientras se pierde entre las sombras de la larga avenida. Descansa y estudia por unas horas, pero cuando el reloj marca las siete, el hechizo se termina. Caperucita despierta y, con más temor que nunca, regresa a la realidad.

El lobo ha vuelto. Ya no se esconde para sorprenderla en el bosque, ha conseguido las llaves de su casa. Cuando está sola con su madre, Caperucita respira y todo es más tranquilo. El lobo ahora abre la puerta y la madre llora, presa del nerviosismo. Los aullidos anuncian histeria, horror, violencia y egoísmo. Caperucita abre el armario, entra y nota que sus largas piernas tiemblan. Su madre no puede defenderse, en unos segundos la bestia la ha devorado entre gritos.

Un segundo, dos, tres. El tiempo muere y Caperucita cuenta los días, los minutos y las horas para poder dejarlo todo. Quiere irse lejos, muy lejos. Sin embargo, hoy los leñadores parecen sordos... Nadie la escucha, nadie advierte su dolor. Nadie se detiene en las lágrimas de su madre. Caperucita intenta taparse los oídos para sentirse mejor. Lejos, muy lejos, sabe que puede brillar algún sol.

Silencio. A su alrededor, la nada amenaza con su aterrador silencio. Despacio, la chica de abrigo rojo abandona el escondite y entra en otra habitación. La luz del ordenador es su única compañía. Caperucita se deshace en lágrimas y sollozos, su mundo se ha convertido en un paisaje desolador. Acaricia con ternura y tristeza cada arista de su alma e intenta suavizar cada rincón. Un dardo repentino parece haber dormido al lobo feroz, que ahora ronca en la cama. Su madre ha salido, deshecha, en busca quizás de telarañas.

Caperucita sale también, sube unas cuantas escaleras y golpea la puerta de su abuela. Nadie responde, nadie aparece en el rellano para abrazarla. Caperucita suspira y extraña la leche con miel que le prepara su abuela, echa de menos los dulces y el chocolate de la nevera. Cabizbaja, recorre otra vez esos peldaños y se resigna a volver al estudio para escribir este relato triste. Al menos, mientras teclea, sabe que el lobo no la puede atacar.

Escapar, quiere escapar. Se imagina sonriente y bien lejos mientras se agota su paciencia. Continúa a la espera de una respuesta que la aparte del dolor, pero hoy nadie contesta.


1 dic 2010

Cuando llega diciembre


Bajo del tren y, mientras me abrocho el abrigo y anudo mi bufanda, la ciudad se muestra ante mí de una manera muy especial.

Cada vez llega antes, cada vez se instala con más prisa una ficticia "Navidad". Camino hacia la puerta de la estación y, a mi paso, las tiendas atrapan miradas y bolas y luces cuelgan en sus escaparates. En una esquina, un par de hombres se afanaban ayer en dejar listo lo que ahora veo. Han montado una casita en la que, desde sus ventanas, uno puede ver a los míticos tres osos merendando pasteles y tomando chocolate caliente. La pequeña cabaña está decoradísima, y los habitantes giran sus cabezotas y las mueven una y otra vez cuando los miras.

Continúo y las luces, carísimas energéticamente, parpadean y alumbran las grandes avenidas con sus elegantes dibujos y mensajes: millones de bombillas nos desean unas felices fiestas acompañadas de turrón, regalos y, cómo no, de árboles de plástico y campanitas.

La gente sube al metro tapada hasta el cuello; diciembre ha llegado y corremos como locos para lucir nuestros gorros de lana, nuestras botas de piel y nuestras chaquetas de Zara. Los niños saltan y ríen contagiados por una alegría que les anuncia que, en breve, van a disfrutar de juguetes nuevos. En los supermercados, los más listos ya han comprado el marisco, las botellas de cava y han encargado las cestas para sus amigos, familiares y empleados. Las ONG arrasan con sus tarjetas "solidarias" y los padres, ahogados por la crisis, corren a comprar revista en mano los deseos que sus hijos han plasmado con inocencia en la carta a los Reyes Magos de Oriente.


El frío, el cielo gris, el viento, la lluvia, el olor de las chimeneas y la calidez de los hogares... Todo nos recuerda que vuelven esos días cortos pero intensos, esas vacaciones tan esperadas y efímeras. Sin embargo, olvidamos que muchas personas no celebrarán la Navidad, simplemente, porque alguien llamado destino (o tal vez la crisis, o el paro, o la mala suerte) se ha encargado de recordarles que, para ellos, la Navidad es un derecho que no existe. Comamos todos como cerdos, bebamos y celebremos bien calentitos que, en otras partes del mundo, el invierno es realmente crudo y nuestra felicidad consumista duele y mucho.