28 dic 2012

La residencia del olvido




Era la primera vez que entraba en una residencia de ancianos. Nunca tuve familiares en una. Me habían invitado a un concierto del coro de la localidad y no pensé que cuando saliera de aquel lugar algo escondido en un entresijo de mi ser habría cambiado para siempre. Y es que ya no regresé siendo la misma. Algo de mí murió en ese lugar y algo nació y se vino conmigo cuando salí por la puerta.

Eran las siete de la tarde y el viento soplaba con tanta rabia y tanta fuerza que los cristales de la residencia se estremecían. El concierto de Navidad estaba a punto de empezar y llegué con prisas. Intenté abrir la puerta, pero desde dentro me dijeron que tenía que esperar. Allí estaban. Dos ancianos altos y fuertes golpeaban el cristal de la puerta de entrada con sus manos grandes. Gritaban, pedían ayuda. Querían escapar. Una enfermera vino a llevárselos, pero ellos se oponían. Al fin me dejaron entrar y todo empezó a dar vueltas a mi alrededor. Sentía que me mareaba. No podía dejar de mirar a esos hombres. "No cerréis la puerta, que no la cierren", decían. Me quedé quieta unos segundos hasta que pude dejar esa visión atrás y preguntar dónde se celebraba el concierto. 

Entre voces y ecos, recorrí un pasillo largo parecido al de un hospital, pero también al de un hotel. Pasé por delante de muchas puertas y muchas ventanas. Todo brillaba nuevo y limpio. Llegué a una amplia sala donde habían colocado en varias filas a los ancianos, sentados en sus silla de ruedas. También había dos filas de asientos con algunos ancianos que aún se valían por sí mismos y familiares que venían a ver el concierto. Aunque tenían edades, pasados, enfermedades y nombres distintos, la mayoría de los ancianos compartía una misma cosa: su mirada. Era una mirada opaca, vacía, perdida, cristalina y cristalizada. Lejana. Vulnerable. Fría. Era una mirada que a mí me hizo llorar. 

El piano sonaba y el coro llenaba la estancia de luz y de vida, al menos por una tarde. Unos niños participaban con el coro y bailaban, cosa que hacía sonreír a algunos ancianos. A algunas ancianas las notas rescatadas del pasado les hicieron sonreír y batir palmas unos minutos. No recordaban su nombre, pero sí el estribillo de una canción. Otras intentaban cantar o simplemente gritaban. Un anciano trataba de salir de allí con su silla para luego volver enfadado. Era difícil que estuviesen todos atentos, todos quietos, todos juntos.

La vida es un soplo y en ese soplo viajan nuestros recuerdos, nuestros conocimientos, nuestros sentimientos, nuestro pasado, nuestra historia. Creemos guardarlo todo en esa cajita que todos tenemos en algún rincón de nuestra mente, pero tristemente hay ladrones que una noche llegan y nos dejan sin recuerdos. Para algunos el ladrón se llama Alzheimer, para otros simplemente es el vacío; es la nada. Mirando a esas personas tan pequeñas pero tan mayores a la vez, tan indefensas, sentí un terrible miedo al futuro y pánico a envejecer. ¿De qué sirve todo lo que he vivido, si un día, de repente, se borra? ¿Por qué luchar, leer o estudiar tanto si un día no sabré ni quién soy ni quién fui? Quise salir corriendo, pero no pude. Aquellas miradas, tristes pero serenas, me eclipsaron. Entonces pensé cómo habrían sido de jóvenes estos hombres y estas mujeres, qué habrían hecho, cuántos hijos tendrían... A algunos les acompañaba algún hijo, algún sobrino u otro familiar. Otros estaban solos. Muy solos. 

La Navidad se había instalado en el lugar y por una vez, con aquellas voces y aquellas canciones, la muerte y el olvido eran silenciadas. Un anciano simpático nos invitó a mi abuelo y a mí a ver su dormitorio. Parecía una habitación de hotel. Su cama y la de su mujer, ambas separadas por una mesita, estaban acompañadas por las fotos de sus hijos y nietos. Había fotos por todas partes. Recorrí la habitación y me di cuenta de que el aire desprendía olor a soledad: una soledad inevitable a pesar de esos rostros plasmados en las fotos. Allí habían juntado los dos sus objetos más queridos, sus fotos, su ropa, un resumen de su vida. Una vida larga que ahora cabe toda dentro de una habitación. Me sentí triste. Tuve lástima de mi abuelo, y de mi abuela, aunque aún estén fuertes y no hayan cumplido los setenta. Tuve miedo de mí misma y me vi allí perdida, mayor y sola, y quise llorar.

En la sala del concierto me reencontré con una conocida. Su madre, que cambió su bicicleta por una silla de ruedas, envejece y se oxida a una velocidad de vértigo. Sin embargo, mientras disfrutaba de la música nos confesó que estaba llena de vida. A pesar de su enfermedad. A pesar de la nieve de su pelo. A pesar de ese sabor a muerte que recorría los pasillos de aquel lugar.

Estamos llenos de vida. La vida misma con su fuerza nos empuja a continuar. Pero nuestra vida, sea larga o sea corta, algún día cabrá en una habitación, o en una urna de cristal. Por eso es importante vivirla bien, saborearla, digerirla. Aprender de lo malo y retener lo bueno. Vivirlo todo con ganas, en definitiva. Eso será lo que nos quede, aunque nuestros huesos se quiebren con el paso de los años y en nuestra mirada perdida sólo quede el olvido.