23 mar 2011

Una muerte distinta





Tuve la suerte de conocerle hace algo más de un año. Fue una de las personas que con más amor me recibió cuando entré en aquella casa. La primavera llegaba tímida y en la chimenea ardía el fuego como ardían los colores de los primeros pájaros en las ramas. Un profesor de la universidad nos había mandado escribir una historia de vida sobre alguien mayor. Le elegí a él, o él me eligió a mí. Nunca lo tuve demasiado claro.

Habitación naranja. Las siete y media. Él y ella se abrazan felices, se arropan, miran el reloj. Un autobús, una tarde húmeda y fría. Él sube, ella se queda en casa saboreando los momentos que acaban de regalarse, recordando los paseos por la ciudad, las risas y el viaje. Algunos minutos después, aún en la cama, recibe un mensaje de texto. Su corazón le avisa y no sabe si abrirlo, presiente que la noticia no es buena. Lo abre y se enfrenta a una frase amarga y dura como la muerte: "El iaio acaba de dejarnos. Te quiero". Le llama, él apenas puede hablar. Lloran en silencio, lloran hasta mojar sus teléfonos. Intentan consolarse el uno al otro. La tarde se ha dado la vuelta. Lágrimas caen, lágrimas van y vienen. Llamadas, explicaciones, sollozos y dolor. Dolor en busca de algún porqué.

Amanece otro día después del golpe, después de haber llorado mucho. Es casi de noche y ella llega a un edificio de enormes cristales y amplios ventanales. Entra. Luces, plantas, cuadros modernos, todo cuidado hasta el mínimo detalle. Si no fuera porque el silencio reina en el lugar y las personas visten de negro, cualquiera diría que se trata de un hotel. Y es que puede ser sorprendente un tanatorio. Escaleras, puertas, sillones. Una habitación iluminada a la que no se atreve a entrar. Sabe lo que encontrará dentro. Respira. Alguien la abraza, ella abraza a alguien y alguien también llora. Todo parece extraño, no es lo que se había imaginado. Cruza la puerta gris y un globo en forma de corazón se mueve atado a un carrito azul de bebé. Al lado, una mujer le da el pecho a su hija de pocos meses, mientras su hijo mayor juega a perseguir a una niña y caen al suelo riendo. Otra mujer joven, que está embarazada, acaricia a los niños y alrededor de una mesa la gente sonríe mientras los niños gritan. Todo es muy extraño. Entre tanta apariencia de muerte, la vida se impone y todo cobra otro color.

Ella se abre paso entre la gente, saluda y abraza a conocidos y familiares, besa a su novio y se coge de su brazo antes de decidirse a mirar tras el cristal. Su "iaio", su amigo, su hermano, su cómplice de 98 años y medio parece dormido entre nubes blancas y rodeado de flores. No queda nada de él en esa estrecha cama sobre la que su cuerpo descansa. Un rostro apenas, un retrato imperfecto de una muerte inesperada que se ha puesto sus ojos, su boca y su cara. Nada más. La muerte ha venido, y tiene sus ojos. Pero ahí no hay nada más. El abuelo no está. Ese reflejo no es más que un espejismo de lo que fue, de lo que llegó a ser, del tesoro de una persona admirable que se fue a un lugar mejor. Porque su sueño acababa de cumplirse y ya estaba con Él. En la caja, tan sólo un ápice de lo que un día fue su cuerpo, una imagen distorsionada formada de tristeza y de recuerdos. Sólo eso.

Reencuentros, risas, juegos, lágrimas. Las personas salen y entran, las ancianas se conmueven, los familiares se acompañan. Algunos recuerdan y suspiran, otros duermen en los brazos de su madre, otros corren y se mueven sin parar, como ese globo en forma de corazón atado al carro. Ella sale de la habitación y coge en brazos a la niña que antes corría. La pequeña le explica que están en un lugar donde hay muchas cosas bonitas: flores rojas, azules, blancas y rosas (sus preferidas); cuadros bonitos; plantas grandes; luces que no dejan de brillar. Ella estrecha con fuerza a la niña y piensa que, quizás, esa manera inocente de ver hasta la realidad más triste es la correcta. La pequeña sigue hablando y le cuenta que se lo está pasando muy bien porque está jugando mucho con su amigo y además están todos juntos: sus padres, su amiguito, los amigos de sus padres y el abuelito, que está dormido en una cama rara. La niña deja de sonreír por un momento y le confiesa que el abuelito se ha marchado a un lugar cerca de las nubes para quedarse, pero que esta noche dormirá en su cama de siempre y en su casa. Las horas transcurren tranquilas y más hombres y mujeres abandonan la sala más o menos apesadumbrados.

Entonces, a los jóvenes se les ocurre una idea y deciden bajar a hablar con el personal del tanatorio. Un hombre alto, joven también, les invita a conocer los secretos del edificio. Ella tiembla, el lugar le asusta un poco, pero se deja llevar. Recorren varias habitaciones frías, muy frías. A su paso, coches fúnebres aparcados, ataúdes envueltos, camillas de hierro, pizarras con nombres de difuntos, flores y otros objetos propios de una película de terror les salen al encuentro. Ella cierra los ojos, todo parece tan siniestro y divertido a la vez... Llegan a la iglesia, una bonita y luminosa sala con bancos de madera y un piano. Todo saldrá bien mañana.

Viernes. El mismo edificio, todos con trajes negros. El dolor. Ramos de flores, abrazos, más reencuentros y saludos llenos de ánimo. Un poema, unas canciones preciosas, la emoción derramándose gota a gota. Un mensaje de esperanza, de confianza y de seguridad: hay un lugar mejor allí donde Él está, donde ellos dos están. La caja está cerrada, solo queda decirle adiós. Prisas, más gente, más flores. Un cementerio bañado por el sol. Llegan al lugar, una tumba se abre, la familia se arropa más que nunca. El viento les atrapa, ella no sabe si reír o llorar. De repente, la niña de la noche anterior, su pequeña amiga, se acerca con una muñeca en los brazos. La coge, le acaricia el pelo y le susurra al oído palabras bonitas. La niña, feliz, señala un ramo de flores en un nicho cercano y dice: "Flores rosas, flores azules, mis flores preferidas". Un tiempo después, la familia, la niña y la muñeca dejan el lugar y se marchan. La vida vuelve a ganar la partida. Todos se quedan a pasar la tarde en una casa y recuerdan y ríen juntos. Todos dan las gracias a Dios y a la propia vida por estar vivos, por estar juntos, por haber conocido al que fue su abuelo, su padre, su hermano, su "iaio", su amigo. Yo soy una de ellas.

Tuve la suerte de conocerle hace algo más de un año. Fue una de las personas que con más amor me recibió cuando entré en aquella casa. La primavera llegaba tímida y en la chimenea ardía el fuego como ardían los colores de los primeros pájaros en las ramas. Un profesor de la universidad nos había mandado escribir una historia de vida sobre alguien mayor. Le elegí a él, o él me eligió a mí. Nunca lo tuve demasiado claro. Durante largas mañanas, el abuelo Pedro me explico su historia, su vida y las anécdotas que llenaron de alegría aquella historia y aquella vida. Mediante sus propias vivencias, me ayudó a conocer rápidamente una época difícil, el sabor del amor verdadero, la inocencia de la juventud o la plenitud de la madurez junto a la familia que tanto le quería. Aprendí muchas cosas, cosas que se quedaron para siempre escritas y grabadas. Reímos, lloramos, nos emocionamos. Una mañana de mayo, mi novio y yo fuimos a buscarle a su casa. El abuelo nos esperaba impaciente con muchas ganas de pasear. Era más rápido que nosotros y se enfadaba cuando hacíamos un alto en el camino para descansar. "Venga, venga", nos decía. Otro día, nos fuimos juntos de vacaciones a un pequeño pueblo que se llama Aliaguilla y allí nos hicimos muchas fotos y descubrimos rincones y paisajes sorprendentes. Exploramos la cámara en la que dormía el abuelo y pasamos las tardes en la terraza, sentados en un sofá bajo la parra. La mirada del abuelo se volvía más nostálgica cada atardecer y los últimos rayos del día se quedaban en sus mejillas para darles un color melocotón. Además, los vecinos del pueblo envidiaban mucho a nuestro "iaio" porque, con casi 99 años, era más veloz y más astuto que todos ellos juntos. Estaba lleno de vida, lleno de luz, lleno de paz y de alegría. En uno de sus paseos, el abuelo olvidó su chaqueta azul, esa que a mí me gustaba tanto, y se la recogimos entre risas. También le regalamos una pulsera de bolitas moradas el día de su último cumpleaños, aquel cálido y feliz 7 de agosto con fartones y horchata bien fresca en Aliaguilla. Qué bien lo pasamos.

Pero hubo más. En diciembre lo invitamos a ver un musical muy especial al que acudió con muchas ganas y emoción. Le gustó mucho. También estuvo en mi casa y en mi iglesia. Comió con nosotros, conoció a los recién nacidos y se quedó dormido en el sillón nuevo. Cantó, disfrutó, dio gracias y aún sucedieron muchas cosas más...

A ti, que conoces mi secreto y el secreto de alguien a quien tú y yo tanto queremos; a ti, que me enseñaste a ver la parte positiva de las cosas por difíciles que parezcan.

A ti, que me llamaste "nieta" y "hermana" desde el día en que te abracé por primera vez; a ti, por convertirte en alguien tan especial para mí en tan pocos meses. A ti, "iaio", por emocionarme, aconsejarme, darme la mano y guardar un secreto que sólo nosotros conocemos.

A ti, y sólo a ti, por haber compartido conmigo y con los tuyos este año tan especial, un año perfecto y redondo con el que te despides, con el que te vemos partir para encontrar tu merecido lugar en nuestro "siempre del siempre".

A la memoria de Pedro Rubio González (1912-2011)

Sólo Dios sabe cuánta verdad y cuánta luz dejaste en nuestras vidas.

Hasta siempre.