15 feb 2010

¿Invierno?


Su risa. Blancos, perfectos, inquietos y dulces los dientes. Profundos océanos de miel los ojos y, la piel, un manto teñido de violentos atardeceres. Abrir una puerta, cerrarla. Encontrarle, adivinarle, observarle, contemplarle... Volver a caer ante su risa. Reír, gritar, empezar un baile sin final, girar y girar... mientras los ojos se cierran y no hay nada más. Nadie más. El dos se convierte en el número perfecto. Deshacer el espacio, detener el tiempo.


Viento. Invierno transformado, escenario idealizado, tempestades de besos huracanados, latidos, suspiros, sabores prohibidos. Sobre un manto morado y tranquilo, abrazarse dormidos. Del silencio más hermoso al fin descubierto, dos bocas que comparten más allá de lo cierto y lo incierto...


El momento. La efímera existencia de la luna. Labios que se desatan, corazones que se derrumban. Viento. Invierno transformado, escenario idealizado, luces y motores apagados, dedos entrelazados. Tapados.


Flores, un atardecer y un techo poblado de estrellas. Volar, deshacerse, perderse, derretirse bajo ellas. Palabras, frases, abrazos, caricias. Susurros, intensidades sin pausa y sin prisa. La noche. Volver. Ver al sol desaparecer. Bailar otra vez. Esconderse bajo el abrigo, encontrar en su mano el calor más amigo. Conmigo. Temblar, porque el inviero es frío. Su risa que vuelve, me abraza, me ahoga cual río.


Porque dentro de ti brilla el sol. El invierno murió cuando cerramos la puerta. Entra, pasa, déjalo fuera, él no lo llegará a entender. Nunca podrá adivinar que la llama al encontrarnos, bajo el frío también será capaz de arder. Tu reías y, en tu risa, yo me veía caer.




11 feb 2010

Marianne

Han pasado más de treinta años, pero aún la recuerda. No era el suyo un pueblo muy conocido y estaba medio perdido entre las verdes y frías regiones de Alemania. Cinco calles y un par de plazas. Su casa era antigua, pequeña, muy similar a las demás. Sin embargo, ella le dejaba siempre abierta la ventana. En la puerta, descansaba día y noche la bicicleta, aquel artilugio oxidado y azul...


La bicicleta. La primera vez que la vio andaba subida en ese trasto. Levantaba las manos del manillar y gritaba mientras el viento revolvía aquella melena larga, indómita, salvaje. El sombrero tapaba medianamente sus ojos y sobre sus ropas caían cientos de cuentas de colores en forma de collar. Era un mujer muy extraña, pero su intensa mirada le arrastró... La contempló, sin miedo, como quien descubre por primera vez el mar ante sus pies. Su belleza desconocida y aterradora la hacía aún más atractiva. La recuerda así, como la encontró aquel primer día, mientras acaricia la trenza que ella misma se cortó y le regaló varias décadas atrás. Ese mechón de pelo hábilmente retorcido y adornado era su mejor recuerdo.


Volvió a verla. El verano aún no había terminado cuando se decidió a dar un paseo hasta la colina. Los girasoles le guiaban en un camino cálido y sublime, rebosante de mariposas, pájaros y sensaciones. De repente, sus ojos se detuvieron ante una antigua caravana pintada con colores estridentes y un pequeño grupo de gente alegre que cantaba y tocaba la guitarra sentada en el suelo. Eran muy jóvenes. Su voz le golpeó. La joven de pelo cobrizo y sombrero de paja, la misma que había visto un par de días atrás, le invitaba a sentarse. Vaciló, dudó... pero en ese instante uno de los melenudos entonaba las primeras palabras de Let it be. Conocía bien aquella canción, la conocía y se moría de ganas por conocer también a esa chica.


Y la conoció. La tuvo, intentó reternerla y la perdió. Ella, la criatura más hermosa pero a la vez más caprichosa y escurridiza del planeta, le prometió un amor sincero, un amor eterno condenado a ser libre. Él la quería, no había en el mundo nada más enigmático y deseable que ella. Desapareció, aunque nunca dejó de escribirle. Hasta cinco veces dicen que cambió de nombre, pero aquel verano no le falló ni una sola noche a la cita en la ventana. Cantaba para él, cantaba a susurros mientras él la adoraba. Se fue, antes de que él regresara a casa de sus vacaciones y pudiera despedirse de ella. Se fue, pero en la ventana de tantas lunas, un sobre y una trenza le devolvieron la ilusión. Su vida era ella. Se fue, desapareció sin regalarle ni siquiera un tenue adiós. Su espíritu libre se la arrebató, pero en noches como ésta, él le canta en soledad aquella secreta canción...


5 feb 2010

Horas contadas






Por primera vez en mi vida, sé adónde quiero llegar. La soledad es una ventana que puedes abrir y puedes cerrar.

Quedan tras las aceras unos cuantos rescoldos de la noche. La luna gira, gira sin sentido entre anhelos y reproches. La vida se vuelve simple, fría, cómoda, apacible. La taberna sigue abierta y, a mi paso, se detienen los coches.

Beben los que engañaron su alma con vino, perfumes baratos y amores. La música suena y resuena a través de los viejos altavoces. Luces de neón, luces amarillas, verdes y eternas. Mujeres mal maquilladas, mujeres solitarias enseñando sin gracia las piernas.

No sé dónde me he metido. No me importa, parece divertido. No necesito beber más de una cerveza esta noche, me digo. No necesito pedirle nada a nadie, tengo lo suficiente, no tengo complejo de mendigo.

Ahí llega. Una chaqueta marrón, una sonrisa ardiente y una camisa de paño. Se presenta, me levanto y, vehemente, con una mueca le regaño (he tenido que esperar cinco minutos). Disfruto. No sabe bailar, ni se empeña, le gusta dejarse llevar mientras la loca de mí, entre risas, le enseña.

Bailaremos, bailaremos hasta el amanecer. No esperamos a nadie, no pertenecemos al mundo, no necesitamos volver. Sólo unas cuantas sonrisas más, cuatro canciones y nos vamos. Me hacen daño los zapatos, salimos fuera y, mientras me calzo, sostienes mi bolso entre tus manos.

Qué utópica parece la calle mientras nos perdemos, qué lejos y qué cerca el día en que nos reencontraremos. Apagamos las farolas mientras, mirando al cielo, los transeúntes solitarios derraman su aliento. Nos metemos en un cine y, con las luces apagadas buscamos un par de asientos.

No necesito más. No hay que completar lo incompleto. Tu chaqueta como abrigo, entre tú y yo no hay secretos. Hemos dejado el club de las horas contadas. Lo perdimos y lo olvidaremos. Hemos dejado los cuentos de hadas, ya no nos los creemos. Nos tenemos los dos y, sin palabras, siempre nos entenderemos.

Por primera vez en mi vida, sé adónde quiero llegar.






(A David)