14 sept 2009

Tormenta

Cae la tarde y el ceniciento cielo se deshace en forma de diminutas gotas de agua que llegan a morir hasta el asfalto. De repente, el silencio se quiebra por un trueno amenazante, por las luces de un relámpago que arde. Arde como su corazón.

A ella siempre le gustaron las tormentas, sobre todo por el miedo tan intenso que sentía incluso cuando estaba dentro de casa, asomada a la ventana. Esta tarde la tormenta no la asusta. Deambula al son de los pasos de algunos que un día fueron sus amigos, o eso pensaba ella. Hoy todos se han hecho mayores y se resignan a compartir momentos insípidos, simples y cómplices como los de esta tarde. Haciendo de todo y de nada.

Cerca de ellos, dos mujeres muy viejas hojean sin pasión una revista. Están sentadas en un banco tan o incluso más triste que sus miradas. Otro relámpago ilumina la calle. Ellos siguen andando y, al fin, encuentran un rincón donde poder continuar en seco deshojando las horas vacías. Frente al grupo, un puñado de niños juegan, corren, se mojan ajenos a la languidez que el crecer les depara. Quién sabe qué sinsabores les esperan a la vuelta de la esquina. Pero parece que no les preocupa. Suena otra carcajada divertida que da color al tejado gris.

Bajo la lluvia (que parece decidida a quedarse), ella reanuda su caminar y termina metida en una habitación donde tres músicos, entrados en los treinta, discuten la manera de hallar un acorde adecuado para un tema que les lleva de cabeza. Allí, ella vuelve a chocarse contra los enigmáticos ojos de él y piensa que más de uno está teniendo al mismo tiempo un mal día. Una llamada de teléfono la devuelve a la realidad. Una historia del pasado que aún plasmada en el presente, le recuerda una batalla perdida de entre tantas otras más.

La tarde avanza muriendo, como las gotas al estrellarse... En mitad de la tormenta, ella se aferra a los brazos de un amor que desde lejos la llama; a los brazos del ausente con quien sueña reencontrarse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario