25 sept 2009

Destino

Las teclas del viejo piano le recordaban el color de aquellas tardes tiernas, dulces, de su infancia. Salió de su casa, cerró la puerta y se sumergió entre los transeúntes de un día cualquiera. El cielo estaba húmedo y las calles respiraban repletas de luces, voces y aromas. Al pasar cerca de la plaza, la joven se adentró en un callejón desconocido y fascinante. Le llamó la atención una pequeña librería de segunda mano, casi escondida, que exhibía un conjunto de libros antiguos de poesía. Entró.

El encargado, un hombre mayor con el gesto sereno y agradable, le saludó mientras intentaba poner un poco de orden entre aquel inmenso tumulto de libros llenos de polvo y olvido. Ella, sin decir nada, le sonrió. Las estanterías guardaban los mejores secretos de los más sensibles poetas del pasado y, sus libros, esperaban impacientes que algún alma triste se acercara. Las manos de la joven parecían ser el mejor lugar para esos amigos que se morían por liberar tantas palabras.

La joven, curiosa, abrió un libro flaco de tapa gris y leyó una página cualquiera de un desconocido poeta: "El otro día, en conversación con un amigo, le dije que quiero que me dejen en paz, y dedicarme a lo que me quiero dedicar. No ocurrirá. El tiempo se acaba, el tiempo se acaba. Esta noche, como metáfora o como símil." Se trataba, sin duda, de un hombre extraño, misterioso. Mientras leía, a ella le pareció que ese hombre era más que un solitario escritor. Tenían algo en común. Pensó en ella misma, en su vida. Muchas veces también le gustaría que la dejaran en paz, poder seguir su camino ajena a los demás.

Intentando salir de sus nublados pensamientos, se dispuso a dejar el libro en su sitio y, como si fuese un milagro o una revelación, algo cayó desde una de las páginas hasta los pies de la chica. Se trataba de un billete de avión. Alguien debió haberlo olvidado algunas décadas atrás. Lo acarició con sus dedos y, sólo entonces, comprendió qué era lo que debía hacer. Rápidamente, guardó el billete en su bolsillo, dejó el libro y se despidió del encargado. Radiante, feliz, enigmática, más bella... La pequeña mujer miró al cielo, sonriente, y se dirigió hasta su apartamento. Hizo una llamada de teléfono. Tuvo suerte. Cerró las ventanas, apagó su lámpara roja. Guardó la ropa en la maleta, metió algunas cosas más y cerró de nuevo la puerta. El avión salía a las cuatro y media. No podía perderlo. No esta vez. Esa oportunidad nunca se decidiría a volver. Quizás ella tampoco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario