20 ago 2014

Volar



A veces no es necesario perder el tiempo intentando contener entre nuestras manos la complicada madeja de la vida controlándola, protegiéndola. A veces simplemente es mejor cerrar los ojos y sentir con los pies descalzos el contacto de la tierra. Escuchar el reloj que nos late en el pecho. Oler el jersey de esa persona que nos hace sentir bien. Encontrarse lejos pero en casa. Encontrarse en casa pero distinto. Volver a esos lugares conocidos, pisar de nuevo las calles y ver que todo sigue, que nada es diferente menos tú mismo. El vértigo es tan natural como puro. Los atardeceres más bellos sólo se observan a tres metros sobre el cielo, por encima de las nubes desde la ventanilla de un avión.

Las mismas caras, pero un nuevo sentido. Te miran y algo de ti ha cambiado para siempre. No volverás a ser la misma persona. Todo cambio te engrandece y toda muerte te renueva. Te abrazas a esa fuerza, al valor para marcharse y al miedo a llegar. Sientes las cosquillas recorrer tu cuerpo. Sonríes sin motivo y no te avergüenza llorar. Ya no es necesario comprenderlo todo. La belleza de la vida también se encuentra en esos instantes inciertos, en el impredecible azar.

A veces no es necesario buscar razones. Sólo debemos abrazarnos a lo nuevo, al sueño y al despertar. Siempre hay algo bueno en lo malo, y a veces lo bueno no quiere decir lo mejor. Todo depende del vidrio con que lo mires. El camino está lleno de sombras, porque allá donde vamos encontramos espejismos. Tú eliges la imagen que mejor define cada uno de tus pasos. Ya no importan los porqués, ahora todo lo entiendes. Y te das cuenta de que has cambiado cuando comprendes que ya no es necesario buscar respuestas a lo que jamás las tuvo. Ya no buscas comprender lo incomprensible, porque sabes sentirte lleno reconociendo estar vacío. Ahí está: la sabiduría se esconde tras cada piedra. Los tropiezos son necesarios para perder el miedo al camino. Sólo sigues esa luz interna que te hace avanzar. Eres firme como una montaña, delicado como una rosa, fuerte como las raíces, libre como las corrientes del mar. 

Uno sabe que le pertenece todo cuando no se aferra a nada. Uno aprende a valorar lo que tiene cuando se desprende de sus cosas, cuando parte hacia lo incierto y se va. Todo cuanto amamos tiene que sentirse libre: si regresa, es nuestro; si no, nunca lo será. Todo hombre anhela ser como un pájaro: elegir el momento de partir y el instante para llegar. Pero la libertad es el tesoro más precioso, la fruta prohibida y la piedra filosofal. No se consigue fácilmente. Es una meta por la que luchar. La libertad, tan hermosa como necesaria, tiene un precio muy alto. Algunos por ella dan la vida. Otros simplemente se contentan con aprender, a base de golpes, a volar. Todos llevamos dentro un pequeño pájaro. Más aún, uno puede ser libre aunque esté en una celda rodeado de cadenas si conoce la grandeza de su mente. La mente no tiene límites, su límite siempre tiende al infinito. Y entonces sucede la magia: cuando el hombre comprende que es libre para pensar, entonces se da cuenta de que siempre ha tenido el precioso derecho a volar. De hecho, siempre supo hacerlo. 



Para mi sirena, un ave melancólica que dio su vida por volar libre.






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