26 ago 2014

Aquel amor





Y esa mirada casual fue el origen de un cataclismo de amor...
(G. G. Márquez)



Los años han pasado como las páginas de un libro que no pudo terminar de escribir. Ya no encuentra un motivo, no logra el modo de empezar un nuevo capítulo. Sus días son grises y opacos, han perdido su color y hoy nada la inspira. Ha buscado esa pequeña luz en cada rincón de su mundo, ha viajado y ha tratado de congelar en su retina cualquier imagen bella y llena de vida. Ha coleccionado atardeceres, sonrisas, paisajes, sonidos, miradas, momentos... pero no es suficiente. Sentada frente al espejo de la cómoda de su dormitorio de matrimonio no se reconoce. Aún conserva la belleza de entonces, aunque en sus ojos se ha instalado una mirada nueva. Es una  mujer más pacífica, más serena. En su mano izquierda brilla delicado un anillo de diamantes. Lleva puesto un camisón rosa que contrasta con su negro pelo. Todo en ella ha madurado, pero en su corazón hay una herida que sangra y que ya ni quiere ni sabe ocultar. Una inexplicable tristeza (que dicen que se irá si tiene hijos) se ha detenido en sus ojos y en su corazón. Sólo el olor de las castañas asadas y la luz triste del faro, cada doce segundos, parecen aliviarla. 

Hubo un tiempo en que su irónica vida no era mejor, pero sí más fácil. Nada la preocupaba, nada la detenía y cada segundo merecía ser saboreado como el último. Los días tenían un brillo especial. Estaba viva, bailaba y sonreía. En aquella intensidad era feliz. Cerraba los ojos y se dejaba llevar por el cuerpo de su amante mientras la voz de Billie Holiday llenaba la habitación. Bailaban durante horas y sus noches se alargaban entre secretos y besos. Aquel dolor era el más intenso y agradable que había experimentado. Sangraba orgullosa y soñaba despierta disfrutando del sabor más dulce, el cual se había detenido para siempre en sus labios desde que lo conoció. Lo veía en el cielo de la mañana, en la brisa de la noche, en todas las caras de la Luna. Como una pareja eclipsada por su propia tragedia, disfrutaban de aquella enfermedad dichosamente compartida. No pensaban en las consecuencias de su extraña locura porque les embriagaba la pasión, el deseo y melancolía. Los tres elementos se necesitaban, se entrelazaban como sus labios y sus dedos hambrientos de amor. 

Entonces no le molestaba arrugarse el vestido, ni acostarse en la hierba. Era una joven guapa, divertida y despreocupada. Era la dueña de su vida y su día a día estaba teñido de éxito y sonrisas. Coleccionaba escondites y las paredes se convertían en testigos de lo que a nadie contó. Todo le iba bien, era una buena estudiante y sólo perdía la cabeza por los hombres. En especial por uno, por su gran amor. Eran jóvenes y la inexperiencia les mantenía siempre vivos, deseando agradar, sorprender, imaginar. Eran dos almas libres y opuestas pero no sabían separarse y cualquier excusa era buena para volverse a encontrar. Ni el paso de los años ha evitado que tiemblen cuando se escuchan, que le tengan pánico al teléfono, que se deseen cuando se miran, que se acaricien sin llegarse a tocar. 

Pero todo lo que empieza, le dijeron, tiene que terminar. ¿Terminó algún día? Nunca lo creyó. Conoció a otras personas, viajó por muchos países y vivió aventuras tan grandes como peligrosas. Se vistió de novia, creyó haberlo encontrado todo pero se dirigía al abismo más oscuro. Por las noches una roca pesada amenaza con destrozarle el pecho. El dolor regresa y no puede dormir. Un fantasma la persigue, salta de la cama y solloza a escondidas porque se siente sola, desdichada y vacía. Dicen de ella que lo tiene todo, al menos lo que cualquier mujer que conserve un poco de cordura podría desear: una casa grande, un marido trabajador y atento, un armario lleno, una agitada vida social. Por las madrugadas abre su cajita y vuelve a rozar con cariño un mechón de pelo castaño. Observa las fotos en sepia, las abraza y rompe a llorar.

Sucedió de repente. Una noche, mientras su marido dormía, sentada en la cama lo comenzó a observar. El hombre, que respiraba tranquilo tras el acto sexual, descansaba plácidamente ajeno a la terrible batalla que se estaba librando en el corazón de su mujer. Para ella la convivencia se había vuelto insatisfactoria e insípida. El sexo, soso y aburrido. Las noches, amargas y destructivas. Ya no lo ama. Tal vez nunca lo amó. Se había entregado a él hambrienta de unos brazos que le diesen, por una vez en su vida, seguridad. Toda mujer ansía en algún momento compartir la cama con un hombre que la proteja, que le dé estabilidad. Para ella, no obstante, la estabilidad tiene un coste demasiado grande y encontrar el equilibrio es imposible. Su compañero huele bien, le transmite calma y la complementa con su racionalidad. Pero su día a día es frío y repetitivo. La rutina se ha convertido en una losa que no la deja respirar.

Hay noches que se tiñen de rojo, de cuchillos y silencios. Ella recuerda aquellos días en los que se sentía volar. Su vida era agridulce, pero la intensidad de su locura la mantenía despierta. Lloraba y reía con el mismo placer. Se sentía deseada y poderosa. Era una guerrera radiante, dueña de su caminar. 

Sucedió de repente. Se apagó una voz. Su sonrisa se borró y las manos se separaron. No recuerda las razones, no hay responsables ni hay culpa. Sólo hay un deseo que se reaviva, noche tras noche, como las cenizas de su amor. Sigue cayendo, tropezando e intentando salir de su absurdo laberinto. Hay amores que se vuelven resistentes a los años. Parece que se acaban y florecen, pero en las noches del otoño reverdecen acompañados por una magia y una tristeza necesarias.

Dicen que a los muertos sólo los mata el olvido. Si algo es recordado es que nunca terminó.


(Para Fermina y Florentino)






No hay comentarios:

Publicar un comentario