11 may 2011

En el laberinto de espejos




Los cristales, como los obstáculos de la vida, sólo existen dentro de nosotros. Si nosotros queremos, ellos nos abrirán paso.

Me ves correr, me ves bailar.
Tus ojos brillan al mirar y un sol te quema.

Me ves llorar, me ves temblar. Te vas entre cristales.
Caigo, se rompe un día de pasos que pesan.

Luces, espejos, destellos infernales y un estrecho pasillo.

Oscuro, todo está oscuro. Un laberinto transparente me rodea y me hace tropezar. Lo intento, pero no puedo. Camino, vuelvo al suelo y no logro avanzar. No dejo de dar vueltas en el mismo sentido. El mismo viaje. Ninguna puerta.

Me siento en el suelo, lloro. Los tétricos vidrios me observan cuales vigilantes fijos. A lo lejos me hago pequeña, me rompo, me trizo. Todos mis lados se encogen, se deshacen en el infinito. Pasan las horas; pasa el horror con sus gritos.

Una sombra se acerca y la sigo. Una sombra dice que vaya, que tiene frío: "Ven, y nos arroparemos los dos. Te dormirás en tu hueco, tendrás abrigo en tu nido". Pero todo está oscuro, muy oscuro. Me golpeo contra mi propio reflejo y esa imagen asustada de mí misma parece haberse ido. Me pongo en pie, estiro los brazos.

Doy un paso, dos, tres. El último espejo me regala lo que sé: estás muy cerca, aunque te vea tan lejos. Doy un paso, dos, tres. Tus manos regresan, me acogen con sed. Damos los últimos pasos y nos vamos. El miedo también.

Nunca tuve el valor de enfrentarme a las trampas del laberinto en el que se enreda mi vida. Nunca quise luchar contra mi esfera perfecta, contra la posibilidad de perder mi camino de regreso. Nunca pude evitar esa sensación de ahogo, ni esas ganas de escapar pidiendo auxilio.

Tus manos. Tus manos son mi llave y son la puerta que siempre se espera cruzar. Las manos de un amigo al que se ama, de un amante al que se anhela. Las manos que me ayudan a avanzar.




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