1 abr 2010

El Maestro


No durante la fiesta, para que no se altere demasiado el orden del pueblo...

Con esta frase empezó todo. Sólo faltaban dos días para la Pascua. Él sabía que tenía que irse. La misión más difícil que podían encargarle en su profesión le esperaba. Nadie conocía la angustia que empezaba a oprimir su corazón. No importaba nada. Aún tenía que compartir una última noche con sus amigos y cenar juntos era una buena idea. Quería estar con ellos y despedirse, pensaba salir pronto. Ellos, quienes habían estado a su lado y habían recorrido con él tantos lugares, eran incapaces de entender lo que él sentía. Habían vivido juntos tantos momentos inolvidables...
No había demasiadas cosas sobre la mesa. Se trataba de gente muy humilde y la situación económica no daba para más. Un poco de pan y una jarra de vino fueron suficientes. Quizás comieron algo más, quizás había alguna otra cosa en la despensa. Él estaba tranquilo, partió con ternura el pan en pequeños trozos y le dio uno a cada hombre. Luego les invitó a tomar el vino. No fue un brindis normal... Aunque ellos no lo entendían, esa copa albergaba toda la sangre capaz de contenerse en una promesa de amor. Fue el amor la razón de esa promesa. Fue por amor que, aquella noche especial cogió un poco de agua y lavó con cuidado los pies de sus compañeros, llenos de polvo y cansados de caminar.

Después de cenar, decidieron salir a dar un paseo por el campo. Los olivos abundaban en aquel huerto, conocido como Getsemaní, y parecían más antiguos e imponentes que nunca esa noche. Sobre ellos, las estrellas latían intermitentes en el mar de un cielo tranquilo. Los amigos, que empezaban a estar cansados, se sentaron en el suelo. Sin embargo, él parecía estar muy inquieto y algo en su pecho se rompía en mil pedazos. Se trizaba su alma, oprimida por la angustia y la tristeza. Llegaba la hora y, aunque no le agradaba la idea de dejarles, debía irse. Se alejó unos metros del grupo y llamó un momento a su padre. Necesitaba decirle algunas cosas antes de levantarse y emprender el viaje. Entonces, se puso en pie y despertó a sus amigos. Todos se miraron, iban a despedirse.

Mientras todavía hablaban, uno de ellos le besó en la mejilla. Sin embargo, lo que empezó como una despedida íntima y cariñosa, se transformó en una pesadilla. Antiguos alumnos del misterioso viajero se acercaron al lugar, en un principio para verle. Todo cambió cuando con rabia sacaron diversas armas y ataron las manos de su maestro con una cuerda. No le iban a dejar marchar aquella madrugada. Él no entendía su actitud. Había dedicado tantas horas de su vida a enseñarles y había hecho tanto por ellos...
Lo llevaron, con prisa, ante las autoridades para juzgarle. Él, su maestro, callaba y observaba su incapacidad para acusarle. No había cometido ningún delito, pero llegaron dos testigos falsos y le preguntaron quién era. Al escuchar su respuesta, se lanzaron contra él, rompieron su fino traje y le golpearon mientras pedían su muerte sin razón alguna.

Llegó la mañana y sus amigos cada vez estaban más lejos. Se sentía solo y engañado, pero cerraba su boca y únicamente se limitaba a contestar con sinceridad las preguntas que le hicieron durante el interrogatorio. Era un hombre sabio y prudente y eso incrementaba el odio y los celos de todos.
Mientras el gobernador y la multitud llegaban a un acuerdo tras las múltiples acusaciones que aquel hombre había recibido por parte de los altos cargos, él seguía en silencio. Sólo quedaba esperar... ¿Cuál era la razón por la que los alumnos querían ahora acabar con la vida de su maestro?

En medio de una red tejida por el engaño, la envidia, la avaricia y la maldad llegó la respuesta: entre todos habían decidido condenarle a muerte... ¿A muerte?
Un golpe, otro más, treinta ya, cien. Otro golpe hasta hacerlo caer. Encerrado y atado de manos con una fuerte cadena, soportó las burlas y los gritos de sus torturadores. Ellos parecían divertirse con aquella diversidad de prácticas atroces que causaban el mayor de los dolores. Disfrutaban viendo estremecerse a su víctima. Disfrutaban dibujando en su piel mil heridas y derramando gota a gota la sangre de un inocente.
Gólgota nunca fue un escenario agradable. El "lugar de la calavera", como así se le conocía, estaba lejos y el acceso no era fácil. Las escarpadas rocas y la elevación del terreno complicaban aún más el ascenso hasta allí. Llegar hasta el final nunca fue sencillo. Subir era costoso, y más si llevabas a tu espalda decenas de quilogramos de peso.

Entre los gritos de los acusadores y las lágrimas de sus compañeros, el maestro contuvo la respiración y sintió como la palma de sus manos se partía, se fragmentaba, se deshacía. El dolor fue peor en los pies. A su lado, otros dos condenados por la multitud miraban hacia el frente con la mirada perdida mientras él, en el centro de la escena, sentía que moría y llamaba de nuevo a su padre en busca de una respuesta: "Elí, Elí, ¿lama sabactani?". Abandonado, pisoteado y arrastrado hasta la muerte en medio de la soledad, el odio y la incomprensión, el viajero cerró finalmente los ojos. Mientras los guardias se entretenían repartiéndose a suertes la ropa que le habían robado, el maestro permanecía inmóvil y su cabeza estaba inclinada hacia abajo, vencida.

Para la sorpresa de todos, la tierra empezó a temblar, los edificios se quebraron y el cielo se estremeció teñido de un gris ceniza que daría paso a una intensa y poderosa lluvia. Con miedo, las mujeres que más apreciaban al maestro se lo llevaron lejos de allí y pusieron su cuerpo en un lugar secreto para protegerlo.
Tres días tuvo que esperar el viajero para partir y empezar, finalmente, su viaje. La primera estación fue Galilea, donde todos pudieron verle por última vez. Sus amigos, sorprendidos, le abrazaron y le escucharon hablar maravillándose. Él, con su característica sonrisa y la ternura que siempre le había caracterizado, les tranquilizó: Me iré, no me veréis pero estaré con vosotros todos los días, estaré con vosotros hasta el fin del mundo.

Y ellos, de nuevo, eran incapaces de entender lo que él sentía. Habían vivido juntos tantos momentos inolvidables que las lágrimas brotaban de nuevo en sus ojos cuando vieron sonreír por última vez al hombre que fue su maestro, al Maestro.

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