9 dic 2010

Hierros de dolor




Marina pasea lentamente mientras sus ojos dulces recorren una a una las estatuas metálicas de Chillida. De repente, el viento comienza a rugir y en su cabeza suena el estribillo de una canción de Cabaret Pop: Sabor a sal, agua y metal; sabor a ti, quien sigue aquí. Sombras de amor, hierros de dolor. El peine de los vientos, secreto infiel...

Mientras se deja llevar por el metal y su sabor a sal, las olas rompen contra las rocas y el mar es incapaz de abarcar los recuerdos que llenan de niebla infernal el instante. Marina no puede olvidarle, es imposible. El mar fue testigo de lo que ocurrió apenas un par de años atrás. Cierra los ojos y aparece un hombre de boina gris y jersey negro susurrándole con ternura aquella frase traicionera: Tú y yo rozamos la verdad, la luz, la eternidad. Solo tú supiste comprender, tocar, ver y creer. Y detrás, solo el mar, que fue testigo fiel de que dejé la piel yo por ti; el mar queriendo hablar para ti y para mí...

Marina, perdida, se detiene y se ahoga ante el peine de los vientos como una sirena enloquecida. Su vida no tiene sentido. Si sigue así, paseando como un fantasma por la playa, su corazón se endurecerá y se volverá oscuro, rígido y frío como las estatuas. Entonces, será demasiado tarde. Es demasiado tarde. Dentro de cinco meses se casará con un buen hombre, una bella persona, un amante incondicional al que nunca le falta un detalle y que la cuida como a una hija. Está profundamente enamorado de ella y no se imagina que, cada vez que besa a su futura mujer, el alma de Marina navega sin rumbo hacia otra parte. Quiere desparecer, las olas la aterran y se hacen demasiado grandes.

Marina se sienta en uno de los escalones de piedra y acaricia con miedo el paisaje que se extiende ante el objetivo de las cámaras de tantos turistas. Preferiría no ser vista, el dolor acabará haciéndole llorar. Una, dos, tres, cuenta despacio las gaviotas. Saca el teléfono móvil del bolsillo de su abrigo y abre el buzón de entrada. En la cabeza de la lista hay dos mensajes de Mikel, el hombre triste al que conoció en Donosti y que dejó su vida en blanco y negro. Marina recorre la pantalla con sus dedos y recuerda el tacto de sus labios, el roce de su piel. No puede ser, a pesar del tiempo la memoria sigue intacta. Allí, donde permanece sentada, le vio por primera vez. Un suave xirimiri descendía de las nubes y ambos llevaban un paraguas gris oscuro. Ella había olvidado un libro de poesía en las escaleras, corrió a recogerlo y lo encontró en las manos de un extraño melancólico. El hombre dejo caer el libro, detuvo sus pupilas en las de ella y aquella mirada causal fue culpable de un cataclismo de amor.

Entre canciones, miel y rock pasaron cuatro meses. Compartieron noches y sueños, crearon ilusiones y se regalaron promesas. Él encontró un antiguo faro en una playa escondida y le dijo que algún día lo comprarían y lo llenarían de muebles comprados en Ikea. Ella le habló de la ciencia, del romanticismo, de Dios y de los poetas. Abrazados en el peine, cada atardecer el mundo parecía perfecto. Llegó el invierno y, tras la felicidad navideña, se instaló la muerte. En febrero él se fue. Silencioso y sin razones, subió a un barco que se lo llevó para siempre a combatir contra una estúpida guerra más allá de Iraq. El destino les propinó un golpe tan duro y retorcido como las estatuas de Chillida.

Marina, destrozada por el silencio, intentó llevarse bien con la ausencia y buscó todas las formas posibles de rehacer su puzzle. Sin embargo, siempre faltaba una pieza, un fragmento perdido y que dejaba inacabada aquella maravillosa imagen. Pasaron los días, los meses, los años. De vez en cuando Mikel enviaba carta, pero la esperanza de volver a verle se iba agotando como las luces del viejo faro. No volvería y ella, resignada, debía dejarlo marchar. O eso creía.

Empezar otra vida se hacía pesado y los días dejaron de ser felices. Una tarde, mientras tomaba café, se encontró con un amigo y reanudaron su relación. Poco a poco, la amistad se fue transformando en una amalgama de sentimientos que acabaron, eso pensaba ella, en algo parecido al amor. Una noche de verano, él le confesó que quería casarse con ella y, sin vacilar, Marina aceptó. La vida ya no le importaba nada, al menos aquel chico guapo y enamorado le daba tranquilidad.

Nunca le olvidó. Todas las noches, antes de dormir, Marina susurra aquel nombre y espera la llegada de una nueva carta, de un pequeño mensaje que demuestre que Mikel sigue vivo. No quiere acabar como su profesora, una mujer infeliz que fracasó con su marido y se encuentra con un amante cada jueves en un hotel. Marina siempre luchó, estudió mucho y soñó todavía más. Esto no le puede estar pasando a ella. Ama lo que no tiene, el amor se ha convertido en algo tan distante...

Marina pasea lentamente y sonríe ante el precioso color del mar. Cree que puede verle, siente como unos brazos la estrechan por la cintura y se deja llevar. Mikel sale de su memoria para convertirse por unos segundos en algo real. Empieza a llover, pero esta vez no lleva paraguas. Marina corre, deja la playa y, a lo lejos, ve a su novio en un Mercedes con las luces en ámbar. Con el pelo empapado y temblando, Marina sube al coche y su futuro marido le reniega por ser tan descuidada: Ya te dije que el cielo estaba feo, reina. No sé dónde te has dejado la cabeza, a ver si te vas a resfriar...

El coche se adentra en el tráfico y las laberínticas calles. Marina, que deja caer su cabeza contra el cristal, sube el volumen de la radio sorprendida por una noticia que llega desde Bagdad: "Al menos quince bases extranjeras situadas en los alrededores de la capital dejarán marchar a sus soldados en las próximas horas, según informan fuentes gubernamentales". El corazón de Marina, acelerado, se estrella contra la realidad. Si Mikel no regresa ahora, lo habrá perdido para siempre. El Mercedes se detiene en un semáforo y un anciano sonriente cruza de la mano de una mujer brillante y hermosa pese a la edad. Marina suspira, empapa el cristal con su aliento mientras el coche vuelve a ponerse en marcha y, en lo más hondo de su alma, el recuerdo de Mikel permanece encerrado, como las olas, entre hierros de dolor.



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