13 abr 2016

Ítaca

Emprendió su viaje (llevaba años preparando su maleta, aunque yo aún no lo sabía) una noche de abril. La cena se quedó fría en la fiambrera que dejó en la cocina. Su smartphone fue testigo de aquella larga, traicionera (y quizás definitiva) conversación. Tras los cristales, en el aire de Barcelona se respiraba la tragedia. La una, las dos, las tres. Con aquel salto al vacío la mañana nos despertó como un temblor.

La partida fue tan impredecible como ella. No pudimos despedirnos. No dejó notas, no puso un trocito de papel en la nevera, nada. Siempre fue un pajarillo impulsivo y volátil. Por eso y, pese a todo, la perdoné.

Cuando salió el sol a mí con la noticia se me apagaron las estrellas. Pero ella, aparentemente tan fría y tan quieta tras el cristal, ya había llegado. Sabía que en su isla alguien la estaba esperando. Partió con una margarita blanca en el pelo, con Neferititi tatuada y un ramo de violetas en las manos. Cuando la vieron llegar, ante su faro las sirenas la recibieron con su canto.

En su casa, Ulises, Homero, Martina, Nerón, Maya y sus princesas lloraron huérfanos. Yo me quedé en blanco y negro al colgar aquel teléfono.

Desde el día en que nació su destino estaba claro. Era la calma disfrazada de tormenta, era el invierno y el verano. Todavía la busco y creo que la veo con los ojos cerrados.

Sonríe en la pista, baila y mueve el negro pelo. La miro con nostalgia y una palabra resuena sempiterna en sus labios. Ella me seca las lágrimas y la repite una y otra vez: Ítaca, Ítaca, Ítaca.

Yo, para cerrar esta herida, le pido que me devuelva aquellas canciones felices.

Ahora escribo poco y casi siempre letras tristes.






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