16 abr 2014

La chica del barrio alto







Hace mucho tiempo coincidí con una mujer joven de ojos melancólicos. Su profunda mirada marrón, serena y perdida, me embriagó como un licor venenoso. La chica jugueteaba con los mechones de su pelo sentada en la barra de un bar. Yo pasaba por allí, era una noche cualquiera en el Raval y me apetecía una cerveza. Aunque yo vivía en el sur de la ciudad, decidí perderme un rato por la soledad de esas calles escondidas. Lo que no sabía era que aquel encuentro fortuito me iba a eclipsar de por vida.

Era la primera vez que la veía, pero cualquiera se podía dar cuenta de los secretos que guardaba bajo aquella apariencia un tanto misteriosa y aquella chaqueta de cuero negro. Me acerqué a ella y me atreví a preguntarle por qué sólo salía por las noches. Ella, con voz amarga, me dijo: No preguntes, no quieras saber demasiado, porque entonces tendrás que beber conmigo para olvidar...

Su frase escondía demasiados cristales rotos, demasiados recuerdos vacíos. No quise saber más, simplemente me dediqué a observarla de vez en cuando mientras me tomaba unas cervezas. La chica, que había pedido una extraña bebida de color rojo, se limitaba a pegar pequeños sorbos sin hablar con nadie, sola y lejos de todo. Su melena negra contrastaba perfectamente con el labial rojo y la piel pálida. Poseía una belleza un tanto peculiar, tan salvaje y oscura que nunca logré apartarla de mi cabeza. En mitad de la madrugada, cuando la chica se marchó, intenté averiguar algo más y entonces me acerqué al camarero. En voz baja y, asegurándose de que nadie escuchaba nuestra conversación, me advirtió: No juegues con fuego y presta atención, porque sobre esa mujer se cierne una leyenda.

Triste como el otoño, frágil como el vidrio, fría como un muerto. La chica de los ojos de gacela deambulaba cada noche y sin rumbo por las calles empedradas. Alguna vez la vieron dibujar en las servilletas de los bares, a los que siempre acudía sin compañía. Sus dibujos, de una calidad extraordinaria, mostraban corazones heridos, lágrimas y rosas secas. Algunos cuentan que se sentaba en los portales a ver pasar las horas. Otros aseguran que la escucharon cantar tras las esquinas. Lo que ninguno de nosotros sabía era que, de día, la chica del barrio alto se desvivía por abandonar aquella oscuridad. En su estudio pasaba las mañanas pintando óleos y acuarelas, leyendo libros y dibujando historias. Tras la máscara de pestañas negra se ocultaba una flor pura y bella, una niña que creció sin la comprensión de nadie, soñando despierta en un mundo imaginario. De pequeña siempre estaba sola. Sus únicas alegrías eran una antigua Polaroid y un espejo con el que lanzaba mensajes de ayuda a la nada aprovechando los rayos que se filtraban por la ventana. 

También tuvo un amor. Un chico de pelo largo y ojos claros, dicen. El destino les regaló instantes maravillosos, amaneceres cargados de promesas y esperanzas. Sólo él comprendió la frustración y el dolor que ella guardaba. Fue su paño de lágrimas y el ladrón de sus sonrisas. Trató de ayudarla con todo el amor que fue capaz de sentir, pero ni sus abrazos ni su tiempo fueron suficientes. Han pasado los años y todo lo que queda de aquella mujer son los recuerdos y las cenizas.

Dicen que hay flores que crecen solas, que brotan de repente en mitad de los lugares más apartados y oscuros. Y es su belleza la que eclipsa toda la destrucción que tienen a su alrededor. Una vez alguien me aseguró que la flor que crece en la adversidad es la más rara y hermosa de todas. Estoy convencido de que tenía toda la razón.

(Para Ítaca)





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