28 jun 2010

Libertad




El sol lanza sin clemencia los últimos rayos de una mañana de junio y un niño se descalza y se mete en el estanque de un parque. Llama a dos compañeros de juego y les enseña su trofeo: ha conseguido un puñado de renacuajos para su pequeña fiambrera. Los tres ríen, divertidos, mientras andan sin preocupaciones por el agua en busca de alguna rana. Un poco más lejos un sauce deja de llorar, por un momento, y sus finas ramas le sonríen tímidamente a ese verano que ya es más que evidente.

Los bancos acogen jóvenes parejas, viejos amigos, niños y ancianos. Las fuentes se rodean de insectos curiosos y de paseantes sedientos. Las calles se visten de mil colores, como los balcones y sus macetas. Los grititos de algún bebé y las risas de sus padres se escuchan bajo las escasas sombras de un árbol. De noche, el barrio comparte los últimos secretos del día con las ventanas abiertas y, hasta el cielo, sube un rumor de voces entremezcladas con los sonidos de los platos, las cocinas y televisiones de tantas casas. Los pájaros nocturnos parecen prestar atención a esas pequeñas vidas que guarda cada edificio, todas alimentadas por una rutina que ahora parece darnos a todos una tregua. Hace calor y, en la azotea más alta, dos amantes improvisan una cena sencilla con algunas velas y otros muchos besos bajo una luna resplandeciente y llena.
La vida deja tener sentido para sentirse vivida. Suena música en las plazas y mil bombillas de colores acompañan las noches de verbena. Como si respondiesen a la llamada de la selva, cientos de turistas aparecen por las esquinas de la ciudad con su cámara al cuello y muchos lugares que visitar. Tiemblan los bares en las últimas horas del día, cuando en sus terrazas en bullicio y la cerveza más fría están servidos.

Colegios vacíos, playas atestadas, mercados abarrotados, gente sin calma y sin prisa, piscinas repletas de bañistas sin consuelo...

La desazón del invierno deja paso al aburrimiento del verano, a las pistolas de agua y a tantos viajes por hacer. El sol marca el incierto camino que se dibuja en la costa, cuando con la mirada perdida en el más lejano horizonte, un velero se deja llevar mientras una pareja se abraza en lo alto de un puente. El mar sigue tan inmenso y bello como siempre, los años no lo cambian ni a él ni a esos pescadores amantes que ahora más que nunca recorren sus aguas sin descansar.

Un billete de avión y un pueblo blanco. Una casa de ventanas azules cerca del mar. Una mochila repleta de sueños y un pañuelo rosa sujeto en las caderas. El viento hace bailar una melena brillante y unos pies descalzos avanzan a lo largo del paseo marítimo. La tarde se ha teñido de un cálido arco iris que deshoja las nubes. Las palmeras se agitan cuando el sol se despide y se abre la puerta de la brisa. Se besan, limpian sus pies como pueden para librarse de la arena. Se divierten, se dejan llevar. Cierran bien su mochila. Suben al coche y, mientras regresan a la música de Ailea sueñan con un billete de avión y un pueblo blanco, con una casa de ventanas azules cerca de su mar.

1 comentario:

  1. Hace calor y, en la azotea más alta, dos amantes improvisan una cena sencilla con algunas velas y otros muchos besos bajo una luna resplandeciente y llena.
    Se besan, limpian sus pies como pueden para librarse de la arena. Se divierten, se dejan llevar. Cierran bien su mochila. Suben al coche y, mientras regresan a la música de Ailea sueñan con un billete de avión y un pueblo blanco, con una casa de ventanas azules cerca de su mar.

    Sin duda, lo más bonito de este fantástico relato tan real y a la vez soñador, que hace que un verano cualquiera no sea tan solo, un verano cualquiera....

    Jack.C

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