Su risa. Blancos, perfectos, inquietos y dulces los dientes. Profundos océanos de miel los ojos y, la piel, un manto teñido de violentos atardeceres. Abrir una puerta, cerrarla. Encontrarle, adivinarle, observarle, contemplarle... Volver a caer ante su risa. Reír, gritar, empezar un baile sin final, girar y girar... mientras los ojos se cierran y no hay nada más. Nadie más. El dos se convierte en el número perfecto. Deshacer el espacio, detener el tiempo.
Viento. Invierno transformado, escenario idealizado, tempestades de besos huracanados, latidos, suspiros, sabores prohibidos. Sobre un manto morado y tranquilo, abrazarse dormidos. Del silencio más hermoso al fin descubierto, dos bocas que comparten más allá de lo cierto y lo incierto...
El momento. La efímera existencia de la luna. Labios que se desatan, corazones que se derrumban. Viento. Invierno transformado, escenario idealizado, luces y motores apagados, dedos entrelazados. Tapados.
Flores, un atardecer y un techo poblado de estrellas. Volar, deshacerse, perderse, derretirse bajo ellas. Palabras, frases, abrazos, caricias. Susurros, intensidades sin pausa y sin prisa. La noche. Volver. Ver al sol desaparecer. Bailar otra vez. Esconderse bajo el abrigo, encontrar en su mano el calor más amigo. Conmigo. Temblar, porque el inviero es frío. Su risa que vuelve, me abraza, me ahoga cual río.
Porque dentro de ti brilla el sol. El invierno murió cuando cerramos la puerta. Entra, pasa, déjalo fuera, él no lo llegará a entender. Nunca podrá adivinar que la llama al encontrarnos, bajo el frío también será capaz de arder. Tu reías y, en tu risa, yo me veía caer.