
No pensar, no existir, no hablar, no vivir, dejar de respirar para empezar a morir en él. Es en ese instante cuando tus sentidos se entremezclan sólo en uno, desatan una lucha contra toda naturaleza conocida, contra todas las leyes que rigen nuestro entendimiento. Una fuerza te destruye, te invade apoderándose de ti, de todo lo conocido, de tu mundo y hasta de tu propia sangre. Dejar de ser el dueño de uno mismo para rendirse ante él, ante esa llamada poderosa que es capaz de deshacerte, ante el deseo. Es entonces, sólo entonces, cuando dejas de ser para nacer en otro cuerpo, en otro corazón, donde la delgada línea que separa una piel de otra se desvanece. Ya no hay identidades, ni mentes, ni límites, ni almas. Es entonces cuando despiertas viviendo en otro ser, alimentándote de su aliento, sediento de permanecer para siempre inmerso en él. No tiempo, no palabras, no nada. Miles de mariposas te asesinan por dentro con sus alas, los labios se vuelven espadas afiladas que te provocan el más placentero de los dolores. Tu corazón se abandona en un latido frenético, arrollador, desesperado. Tus ojos se cierran inminentes ante el fuego que, antes de arder, ya te ha quemado.

La piel: ese cálido escenario donde te destrozan sin piedad las caricias, ese universo de sensaciones que te hacen caer, caer y caer. Su piel, tu piel, dos pieles que mueren para llegar a ser una sola piel. El concepto de ti mismo se vuelve ridículo, inverosímil, infantil, pequeño. Ni siquiera el cristal más nítido de esa habitación puede mentir al reflejar tu imagen en el espejo. Eres lo que ves, no importan los defectos. Las ropas no sirven, de nada valen los complejos, ya no eres cuerpo, ni carne, ni ser. En esa instancia, a la luz de una vela, lejos de todo y, sobre todo, los únicos habitantes sois tú y él.
