30 jun 2010

El rincón


Uno, dos, tres, cuatro peldaños. Sube con prisa la escalera y abre la puerta roja. La azotea del edificio es tan grande que seguro que, si se esconde bien, nadie la encontrará. Lo último que quiere ahora es tener que dar explicaciones a las inoportunas vecinas. Sí, allí está. Ha encontrado su rincón pequeñito, ese que está detrás de la chimenea y la vieja escalera de madera. Allí está. Volverá a esconderse y, en sus brazos, descansará su muñeco azul. Por si descubre algo interesante esta tarde, ha cogido también su cámara. El cielo parece tan acogedor a bordo de esas nubes rápidas...

Quiere olvidarlo todo. Ha conseguido despistar a su madre y se ha escapado. No le gustan las preguntas. Mientras mira pasar una vieja gaviota solitaria siente caer las primeras lágrimas. Tampoco le gusta llorar, pero a veces no puede evitarlo. Intenta abrazar a su muñeco azul más fuerte que nunca. No le gusta llorar, pero sabe que él no se lo dirá a nadie. Son buenos amigos. Otro pájaro desorientado sobrevuela su cabeza. Al observarlo, se acuerda de la pequeña golondrina que rescató ayer. Tenía las alas casi abiertas, pero aún no podía volar. Sintiendo compasión de ella misma, se da cuenta de que ella tampoco puede. Se iría ahora mismo, volaría lejos y sin mirar atrás.


No es una niña solitaria, es que la gente normalmente la decepciona y prefiere estar sola. Está cansada, y eso se nota en sus húmedos ojos y en su tierno rostro sonrojado por el sol. No es como el resto de sus amigas, no se parece a los niños de su edad. A veces siente que tiene que crecer deprisa y no lo entiende. A veces la obligan a hacerse mayor y a crecer. Ahora piensa en sus amigos. Deben estar de viaje, algunos se iban hacia el norte. Piensa en Jack, es su mejor amigo. Tiene ganas de verle y, mientras llora de nuevo, recuerda cuánto le echa de menos. Los extraña, a todos. Querría estar con ellos, pero no puede, de momento no viajará a ningún lugar. Al menos tiene su pequeño escondite y la compañía de sus dos primos pequeños, aunque no suelen quedarse en su casa muchos días. Le encantaría que pudiesen darse cuenta de su tristeza. Quizás podrían ayudarla. Le encantaría tener a alguien que la entienda. El mundo se vuelve tan horrible tan a menudo...

No puede explicarse lo que hacen con ella. Después de los largos meses de clase y de haber sacado unas notas muy buenas, tiene por delante todo un verano y sólo le han mandado escribir una historia y leerse un par de libros. Le encanta leer y le encanta inventarse historias, pero hoy no tiene fuerzas ni para eso. Se siente tan perdida y tan sola...

La calle sigue su ritmo, la gente compra en el mercado y sus primos sonríen mientras nadan con ella en la piscina y le dan algún que otro besito en la mejilla. Los quiere tanto que le gustaría enseñarles su escondite, pero no puede. Ahora les oye comer, les oye mientras permanece escondida en su refugio. Se pregunta cuáles serán sus problemas, si es que tienen alguno. Seguro que algo les preocupa, pero ella les cuida y les lee bonitos cuentos para que duerman tranquilos. Ojalá ella pudiese dormir tranquila, pero ya no juega con juguetes, ya no le compran libros de recortables ni le leen cuentos.

Cuando está con otros niños siente pena de ella misma y echa de menos su inocente libertad. Ha tenido que crecer muy rápido, pero los gritos y las injustas culpas siguen pesando en su pequeña espalda. Quiere desaparecer, subir a ese avión que en este momento cruza el cálido cielo... Escucha un ruido y se encoge en forma de bolita. No quiere que nadie la vea. Intentará respirar muy bajito y volverá a abrazarse a su muñeco azul. No quiere que la amenacen, ni que la asusten, ni que la hundan más. Sabe que eso es muy injusto para un niño y para cualquiera. Coge aire y se deja caer contra la blanca pared. Su rincón es el mejor escondite del mundo, el mejor lugar para esperar ese pequeño milagro. Su pequeño milagro.

28 jun 2010

Libertad




El sol lanza sin clemencia los últimos rayos de una mañana de junio y un niño se descalza y se mete en el estanque de un parque. Llama a dos compañeros de juego y les enseña su trofeo: ha conseguido un puñado de renacuajos para su pequeña fiambrera. Los tres ríen, divertidos, mientras andan sin preocupaciones por el agua en busca de alguna rana. Un poco más lejos un sauce deja de llorar, por un momento, y sus finas ramas le sonríen tímidamente a ese verano que ya es más que evidente.

Los bancos acogen jóvenes parejas, viejos amigos, niños y ancianos. Las fuentes se rodean de insectos curiosos y de paseantes sedientos. Las calles se visten de mil colores, como los balcones y sus macetas. Los grititos de algún bebé y las risas de sus padres se escuchan bajo las escasas sombras de un árbol. De noche, el barrio comparte los últimos secretos del día con las ventanas abiertas y, hasta el cielo, sube un rumor de voces entremezcladas con los sonidos de los platos, las cocinas y televisiones de tantas casas. Los pájaros nocturnos parecen prestar atención a esas pequeñas vidas que guarda cada edificio, todas alimentadas por una rutina que ahora parece darnos a todos una tregua. Hace calor y, en la azotea más alta, dos amantes improvisan una cena sencilla con algunas velas y otros muchos besos bajo una luna resplandeciente y llena.
La vida deja tener sentido para sentirse vivida. Suena música en las plazas y mil bombillas de colores acompañan las noches de verbena. Como si respondiesen a la llamada de la selva, cientos de turistas aparecen por las esquinas de la ciudad con su cámara al cuello y muchos lugares que visitar. Tiemblan los bares en las últimas horas del día, cuando en sus terrazas en bullicio y la cerveza más fría están servidos.

Colegios vacíos, playas atestadas, mercados abarrotados, gente sin calma y sin prisa, piscinas repletas de bañistas sin consuelo...

La desazón del invierno deja paso al aburrimiento del verano, a las pistolas de agua y a tantos viajes por hacer. El sol marca el incierto camino que se dibuja en la costa, cuando con la mirada perdida en el más lejano horizonte, un velero se deja llevar mientras una pareja se abraza en lo alto de un puente. El mar sigue tan inmenso y bello como siempre, los años no lo cambian ni a él ni a esos pescadores amantes que ahora más que nunca recorren sus aguas sin descansar.

Un billete de avión y un pueblo blanco. Una casa de ventanas azules cerca del mar. Una mochila repleta de sueños y un pañuelo rosa sujeto en las caderas. El viento hace bailar una melena brillante y unos pies descalzos avanzan a lo largo del paseo marítimo. La tarde se ha teñido de un cálido arco iris que deshoja las nubes. Las palmeras se agitan cuando el sol se despide y se abre la puerta de la brisa. Se besan, limpian sus pies como pueden para librarse de la arena. Se divierten, se dejan llevar. Cierran bien su mochila. Suben al coche y, mientras regresan a la música de Ailea sueñan con un billete de avión y un pueblo blanco, con una casa de ventanas azules cerca de su mar.

2 jun 2010

La veillée (la velada)

Tras una puesta de sol tan rápida como cálida, la noche ha tendido su manto de estrellas sobre los últimos tejados. Sentada frente a su taza de porcelana, esa que tiene espirales dibujadas en negro, no puede evitar rendirse a la llamada de esa ciudad, su ciudad. La cocina permanece silenciosa después de fregar las últimas baldosas de colores, guardar los platos y beber el último trago de agua de la vieja jarra. Ha cenado pasta y luego ha probado unas cuantas cerezas, esas que ha comprado esta mañana en la frutería de abajo. Nipho, el pobre pez, decide dormir satisfecho porque la luz, al fin, está apagada. Enciende la lamparilla roja y un pequeño mechero desata la efímera vida de un par de velas blancas junto a una foto en blanco y negro. La brisa nocturna parece anunciar la inminencia de un verano suave y ella deja entreabierto el balcón. Al otro lado, laten sigilosos los grises edificios de París...

No ha podido evitarlo. Abrir los ojos le duele, le arrebata los latidos de su soñador corazón. Otra vez. Todo vuelve a ser frío y decepcionante si los ojos están abiertos. Tendría que haber continuado allí, sentada en su sofá de rayas abrigada por las paredes rojas y verdes de un pequeño salón y un antiguo piso en la calle Quincampoix de la capital francesa. Qué se le va a hacer. La realidad es tan poco convincente que esta noche nadie apostaría por ella. Todo es tan sombrío y vacío aquí... El conocido precipicio, las voces, la incipiente tregua que trae la madrugada cuando los vecinos callan al fin... Nada, lo de siempre. Mientras observa sus uñas pintadas de rojo, como las paredes de su casa imaginaria, la extraña mujer se da cuenta de que no necesita cerrar los ojos para ver lo que quiere. Sabe lo que quiere, por eso puede verlo sin manchas ni dilaciones. Lo sabe, le duele saberlo y quiere irse. No puede esperar.

Con la mirada fija en la tenue luz del estudio, regresa al pensamiento original y se recrea en el sabor de sus deseos, de esa sensación tan conocida cuando se roza con nostalgia algo que nunca se ha tenido pero que se conoce desde antaño. Con la mirada perdida, siente caer sobre su hombro el peso de un mechón desordenado y vuelve al punto de partida. Un pequeño armario guarda tarros de mermelada de fresa y manteles de cuadros blancos y rojos. El pan más tierno del mundo espera en una cesta de mimbre partido en grandes rebanadas. La tetera grita y tiembla mientras en una jarra de cristal blancas margaritas llenan de vida la sala. La radio, como siempre, amenaza con destruir el sosiego de la mañana con noticias asesinas... pero todo se calma cuando se escucha por toda la casa rien de rien de Edith Piaf. Ella, divertida, tararea la canción mientras se dirige al balcón para tender la ropa recién lavada. Nipho gira con velocidad en su pequeña burbuja de cristal. Todo es tan sencillo y parece tan dulce...



Llaman al timbre. Una sonrisa generosa que da luz a esos mechones negros inunda la casa con un buenos días lleno de energía. Él sigue sonriendo mientras deja unas cuantas bolsas en el suelo y se descalza. Le ha traído Le Monde y, como cada día, el planeta sigue igual de desalentador. Sin embargo, hay tanta vida contenida entre esas paredes que ni las más decepcionantes noticias del diario pueden alterar tanta felicidad.

Ella le muestra una crítica literaria que acaba de imprimir mientras la ropa tendida se deja acariciar por un sol radiante y deseado. Se besan, se revuelven el pelo mientras deciden divertidos qué van a preparar para comer. Tienen hambre, pero la luz que comparten es ahora el mejor alimento: su alimento.

Con la mirada fija en la tenue luz del estudio, ella sabe que París le aguarda, París les aguarda. Nació para conocer ese mundo y sabe que volverá a él. Adivina el camino y su corazón, fiel a sus sueños, se lo recuerda. Sólo necesita una maleta. Sólo un tren, un avión, una cigüeña que quiera llevarle en sus alas. Sólo necesita la llave de esa casa; sólo necesita unas cuantas velas y un poco de pintura roja. La ropa bohemia y el carmín de sus labios esperan que abra esa puerta. Lo que más quiere está ahora cerca, muy cerca... y seguro que puede caber entre esos sueños y viajar con ella en su maleta.